sábado, 24 de febrero de 2018

Transfigurarse para bajar a la realidad (Mc 9, 2-10)

Si hemos seguido durante la semana el proceso de la Palabra que la liturgia nos ha facilitado, tanto el evangelista Mateo como Lucas nos han mostrado a un Jesús que marca una clara diferencia entre lo de “antes” y lo de “ahora”, nos presentan a un Jesús que, en cierta manera, rompe con el pasado o al menos quiere renovarlo actualizándolo y purificándolo en el presente. Frases como “Habéis oído decir…pero yo os digo…” o “Si no sois mejores que los letrados y fariseos…” son la evidencia de todo esto. Es evidente que Jesús tiene absoluta conexión con el pasado de su pueblo, y sin su pasado no se le puede entender, pero también es evidente que no se queda en el pasado.
El relato de la transfiguración hunde su sentido más profundo en la tradición, tanto en la forma como en el fondo, pero mira a un futuro de gloria que no ignora los momentos difíciles por los que se ha de pasar antes.
“Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús”. Estamos ante una teofanía, la manifestación del poder de Dios al estilo del Antiguo Testamento, pero ahora, para recordarnos que el Hijo participa de la gloria del Padre, y así queda atestiguado también por Elías y Moisés. Pasado y presente en una manifestación que mira al futuro renovado por la resurrección que todo lo hace nuevo y todo lo purifica.
“¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres chozas”. Resulta curioso que, después de una manifestación tan extraordinaria con la que nadie se quedaría impasible, y que serviría para atestiguar de por vida lo vivido, algunos de los discípulos que acompañaron a Jesús al Tabor, como Santiago y Pedro, le negaron y abandonaron tiempo después en sus momentos más difíciles. Por eso creo que no es tanto la manifestación celestial literalmente redactada lo que vivieron (ya que es más bien un relato concebido como las teofanías o hierofanías del Antiguo Testamento) sino que más bien vivieron un momento pleno, un momento de esos idílicos en la vida de los que no quieres que terminen. De esos momentos en los que estás con las personas y en el lugar adecuados y nos gustaría que durara para siempre. Sin embargo, todo en la vida no es gloria, hay también cruz.
 “Este es mi Hijo amado…”. De nuevo, otra vez, como en el momento del bautismo de Jesús,  la voz del Padre deja clara la absoluta relación entre Jesús y lo Alto. Ahora hay una invitación: “Escuchadlo”.
Tenemos el corazón de piedra y aunque rogamos a Dios que nos dé un corazón de carne, muchas veces no ponemos todas nuestras fuerzas en escuchar lo que Él quiere de nosotros. “Lo que Dios quiera…” solemos decir, pero muchas veces es lo que nosotros queremos. Hacemos gala de nuestra libertad, libertinaje en ocasiones, y llegamos incluso a hacernos dueños de las vidas ajenas.
“No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos”. Para resucitar a la vida eterna, hay que morir a esta vida. Los discípulos discuten sobre el sentido de las palabras de Jesús entorno a la resurrección porque no les entra en la cabeza que Jesús, del que han experimentado su divinidad en ese preciso momento, tenga que morir.
Aunque los evangelios sinópticos no nos dicen el nombre del monte de la transfiguración, la tradición cristiana identifica dicho monte  con el Tabor. Desde MiTabor7, este blog, quiero sentirme como Pedro, Santiago y Juan con Jesús. Así me siento cada vez que reflexiono este es el lugar donde mi oración se hace escritura. Pero no me gustaría quedarme aquí, aunque estoy muy a gusto como les pasaba a los discípulos; no debo quedarme porque ya Jesús les dijo, y siento que me dice a mí también, que no puedo instalarme sino que he de bajar y trabajar por y con mis hermanos. Os agradezco de nuevo vuestro apoyo y acompañamiento. Seamos cristianos que, sin huir de las cruces de este mundo, viven más desde la resurrección y desde la gloria del evangelio porque sólo así podemos ser testigos creíbles.
 

sábado, 17 de febrero de 2018

La necesidad del desierto (Mc 1, 12-15)

“En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto”. Así comienza Jesús su ministerio en el evangelio de Marcos. Parece que el retirarse al desierto no fue iniciativa única de Jesús, sino que fue llamado-empujado, invitado a ir, y fue.
Hoy para nosotros, sobre todo para la cultura occidental, la imagen del desierto lejos de toda imagen exótica, es sinónimo de agobio, penurias, calores insoportables y aridez; pero para la cultura oriental, y más aún para un judío en tiempo de Jesús, lo que predominada del desierto no eran esas características secundarias y colaterales sino que el desierto era sinónimo de encuentro  con Dios y con uno mismo, de purificación.
En el desierto se fraguó el pueblo de Israel. Los grandes patriarcas llevaron a cabo parte de sus misiones en el desierto, en el desierto entienden Abraham y Moisés cual es su misión. Jesús es llamado al desierto por el Espíritu de Dios que ha llamado antes a otros, para descubrir su misión sin torpezas ni distracciones humanas.
“Se quedó cuarenta días…”. También estamos familiarizados con el número cuarenta en relación a muchos aspectos, sobre todo en el Antiguo Testamento: años de una vida, años de peregrinación… No es casualidad, por tanto, que fueran cuarenta los días que Jesús pasó en el desierto. Dicho número simboliza una vida, una etapa completa, el tiempo necesario para saber que has tenido una vida larga bendecida por Dios.
Los cristianos, quiero creer que cada vez menos, estamos acostumbrados a vivir las cosas porque nos las han enseñado así pero a veces, aunque aprendidas, no han sido profundizadas y entendidas en su origen. Vivir una etapa, la cuaresma, de cuarenta días es lo mismo que vivirla de sesenta o de quince si no sabemos el porqué lo hacemos, si no conocemos nuestras raíces judías.
“Vivía entre alimañas y lo ángeles le servían”. Con esta afirmación Marcos deja entender claramente que la misión y la presencia de Jesús entre los hombres (en muchas ocasiones alimañas para nosotros mismos; “el hombre lobo para el hombre”) no fue fácil, pero era una misión guiada y bendecida por Dios, y por eso sus ángeles le servían. Sólo de esta manera se puede entender la fortaleza de Jesús hasta la cruz. Sólo cuando estamos sostenidos, cuando nuestros planes no son meramente humanos sino que son bendecidos y queridos por Dios, es cuando podemos superar cualquier prueba, aunque nos cueste la vida.
“Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios; convertíos y creed en el Evangelio”. Una vez arrestado Juan, Jesús habla claro y comienza a hacer pública la gran noticia del reino. Lo que se esperaba durante siglos ya está cerca y Jesús lo ha cumplido, se ha cumplido el plazo. Pero para recibir el reino de Dios hay que convertirse, hay que convertir la tristeza y el luto en alegría, porque lo que se nos presenta es una Buena noticia, un evangelio (Gracias a Marcos nos llega el concepto de evangelio). Dios nos quiere como a hijos y eso no nos lo habían dicho antes así de claro, sino que más bien convenía mantener la imagen de un dios frío, distante y fácilmente colérico que muy pocas veces mostraba su benevolencia.
La iglesia habla de un Dios amor pero a veces no es reflejo del mismo. Nos falta amor y corrección fraterna de la buena. Nos comportamos como alimañas entre nosotros y no terminamos de entender que ya es tiempo de amar, es tiempo de hablar, es tiempo de entender y comprender, es tiempo de Evangelio, de Buenas Noticias.

sábado, 10 de febrero de 2018

"Si tú quieres..." (Mc 1, 40-45)


La fama de Jesús se extendía por toda la región de Galilea y más allá. Algo que Jesús ya no podía controlar ni parar fácilmente, por mucho que pidiera explícitamente que no trascendieran algunas de las cosas que hacía.
“Si tú quieres puedes limpiarme”. Lo importante es la actitud de la gente que se acerca a Jesús, del leproso en este pasaje. Esa petición a Jesús va precedida de un acto de fe, reconocimiento y confianza en Él. Por eso Jesús se compadece, le atiende porque encuentra en el hombre la actitud adecuada, la aceptación de Dios en su vida.
En muchas ocasiones los hombres actuamos al margen de Dios, le podemos reconocer de una manera superficial pero no hay una aceptación real en nuestras vidas; en el fondo no creemos que Dios está en nuestro día a día, y esa no es una actitud que favorezca la actuación de Dios en nosotros; no es que no quiera sino que no le dejamos actuar. Pedimos a Dios “milagros” pero no caemos en la cuenta de que el primer milagro sólo puede salir de nosotros, el milagro de la fe.
“No se lo digas a nadie…”.  La famosa cuestión teológica del secreto mesiánico del que tanto se habla en los círculos eruditos, pero que muy pocas veces queda clara del todo, la estamos viendo últimamente con frecuencia en los relatos del evangelio, sobre todo en Marcos. Para mí, secreto mesiánico y autoconciencia de Jesús van estrechamente unidos. Jesús va asumiendo poco a poco su misión, va descubriendo poco a poco los efectos que producen su persona, sus palabras y acciones en la gente; es algo que necesita ir encajando, y así lo comparte con el Padre, en constante oración.
Es difícil encajar que hay vidas que dependen de ti, que hay mucha gente que ha puesto en ti su confianza y su única esperanza. En nuestro día a día nos comen las responsabilidades, y no pocos tenemos en nuestras manos a personas frágiles, sensibles, en proceso. Sabemos que depende de lo que digamos y cómo hagamos las cosas así serán los frutos en un futuro no muy lejano. Constante oración, eso es lo que necesitamos. Una oración activa, que nuestro día a día sea puesto en manos de Dios y no caigamos en la tentación de confiar en nuestras solas fuerzas sino que todo nuestro hacer sea una oración puesta en manos del Padre.
Lo importante ahora no es transmitir los rápidos efectos de la llegada del Reino ya que esos efectos sólo los ven y ocurren en unos pocos, los que ya han descubierto por si mismos a Dios en sus vidas, por eso manda callar. Lo importante ahora es que se sepa que el Reno está llegando, ya está aquí, y que si eso se descubre  y se vive (volvemos a la fe) producirá sus efectos con el tiempo  (Aquí adquiere su sentido más pleno, una vez más, la parábola del sembrador Mc 4, 1-9).
“…pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote…”. Jesús no quiere romper con todas las normas y preceptos humanos pero tampoco quiere anteponerlas ni que las antepongamos a Dios. Lo primero es lo primero.
Jesús acepta y asume las normas-reglas humanas que sirven para ejercer la justicia y el orden entre todos, pero no le da importancia e incluso rechaza aquellas que anteponen el rito a la persona. Primero está la compasión y acompañamiento, y después certificar oficialmente la limpieza al sacerdote.
A Jesús no le entendieron, no entendieron sus prioridades y por eso le persiguieron y condenaron. La religión de su época (preguntémonos si también la de la nuestra) se perdía entre abluciones y sacrificios, y olvidaba la compasión y la misericordia. Lo primero y más importante era “dios” y luego la persona pero olvidaban que Dios está en la persona y que la persona es parte de Dios.
 
 



viernes, 2 de febrero de 2018

La oración como Encuentro (Mc 1, 29-39)

Aunque el texto no lo dice explícitamente, seguimos en el mismo escenario, Cafarnaún. Allí, como comenté en otras ocasiones tenía Simón (Pedro) su casa, y es allí donde se dirigió Jesús, a casa de amigos-seguidores-discípulos. Jesús se queda entre la gente humilde, duerme, come y es acogido en las casas particulares, se sienta a la mesa de todos, no solo de unos pocos; no sólo a la mesa de aquellos  que eran más favorables e incondicionales suyos. Jesús entra y comparte la mesa (uno de los signos de fraternidad y aceptación del otro más humanos y universales) con pecadores, publicanos, fariseos… y también amigos-familiares.
Cuando sólo compartimos con “los nuestros”, dice Jesús: “¿qué mérito tenemos?”. Caemos en un error, el error de la comodidad y el de no descubrir lo bueno de otros. Si no entramos “dentro de” y sólo nos quedamos en la puerta, en la apariencia, jamás sabremos lo bueno que hay en las casas (en el interior de la persona), lo  que nos pueden ofrecer otros que no consideramos nuestros amigos.
“Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”. La curación de la suegra de Pedro, junto con el pasaje de la curación en la sinagoga, hace que Jesús sea reclamado a todas horas y en todos los lugares: “La población entera se agolpaba a la puerta”. A nivel humano esto es algo que Jesús necesita gestionar.  Jesús necesita compartir también con el Padre su propia misión. Él busca lugares solitarios, lugares que le  ayuden a encontrarse con la presencia de Dios; en la naturaleza-desierto (obra de sus manos), pasaba horas-noches en soledad. Hemos de entender que el encuentro con Dios, la oración aunque tenga una dimensión comunitaria, ha de ser antes algo muy personal, buscado y querido.
Jesús tenía la constante necesidad de la oración. Lo vemos en el evangelio de forma permanente. Ese encuentro-oración es lo que da sentido y forma a toda su actividad con la gente después. Los cristianos no debemos abandonar la oración, el diálogo sincero con el Padre. El abandono de la oración supone no darle sentido a nuestra vida, no poner en las manos de Dios nuestras cosas.
“Todo el mundo te busca. Él respondió: vamos a otra parte”. Jesús no busca la fama ni reconocimiento de la gente, más bien parece que huyera de eso. Se centra en su misión con premura e intenta no quedarse en la vanagloria pasajera.
Hemos de intentar no buscar constantemente el aplauso y elogios de los otros porque eso resta, a  veces, frescura y autenticidad al mensaje central, a lo importante. Cuando estamos más pendientes de nosotros  y de cómo lo hacemos, caemos en anteponer los intereses personales a la tarea por el Reino.
Ojalá algún día entendamos que el mejor púlpito de una iglesia no está hecho de mármol ni ha de ser un escaparate de aparente dignidad sino que el cristiano, con el lastre de todas sus miserias humanas, ha de buscar el pulpito de la soledad y la oración a escondidas, porque allí es donde está el Padre. Ese es el único púlpito que nos puede hacer proclamar con energía sin esperar recibir elogios en donde ya hemos testimoniado. Porque la tarea del Reino urge, porque la tarea del Reino no entiende de méritos personales.