domingo, 24 de diciembre de 2017

Y la Palabra...¿se hace carne? (Jn 1, 1-18)

“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios”. Al escuchar este evangelio me viene a la cabeza la veneración y respeto con que los judíos tratan la Palabra (Tanaj). De esto nos damos cuenta si analizamos bien el evangelio de Juan, desde el mismo capítulo y versículo uno, viendo como identifica inseparablemente a Dios Padre (El Dios creador y origen de todo de la tradición veterotestamentaria) con la encarnación de Dios, Jesús-Dios hecho hombre.
El Dios que crea todo a través de su Palabra, se encarna a través de la Palabra para ser Palabra; Palabra de Dios. Y así  lo proclamamos al leer la Biblia en nuestras celebraciones, pero a veces me da la impresión de que no terminamos de creérnoslo. La actitud tanto interior como corporal al escuchar la Palabra no da signos de estar delante del mismo Dios, de estar escuchando su misma Palabra. En esto nuestros hermanos judíos se han cuidado más, y así nos lo enseñaron y transmitieron cuando aún no nos llamábamos cristianos sino judeocristianos.
No me estoy refiriendo simplemente a la liturgia eucarística que reservamos a la Palabra sino al cuidado personal y transmisión que hacemos de ella en nuestro día a día.
“En la palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”. Esa es la clave. Si creemos firmemente que la Palabra puede ayudarnos a vivir, que puede ser y debe ser el lugar desde donde edificar nuestra vida, no dejaremos de tener contratiempos pero si tendremos más luz, porque esa luz brillará en la tiniebla, y para que esto sea así hemos de empezar por creer que es posible.
Dios no es lo que nosotros queremos que sea sino lo que es, y lo que es lo es en Jesús porque el mismo Dios ha querido revelarse a los hombres como hombre y como Palabra; Por eso, la Palabra de Dios ha de ocupar en nuestra liturgia y nuestra vida un lugar privilegiado.
Como bien afirma Martínez Lozano: “La realidad, y por lo tanto nuestra identidad, es solo una. El engaño se produce porque nuestra mente lo fracciona. En lugar de vivir esa realidad-identidad en su verdad una, la mente la ve “dentro” de nosotros y la llama “yo”; la ve “fuera” y la llama “mundo”; la ve “arriba” y la llama “Dios”. Pero son solo separaciones y fracturas creadas por la mente. La experiencia mística, que transciende la mente, consiste precisamente en la percepción de la unidad que late en el corazón de todas las formas diferentes”.
Queridos/as lectores/as, os deseo de todo corazón un feliz nacimiento de la Palabra en nuestras vidas, del Dios encarnado.
 

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