viernes, 29 de septiembre de 2017

La delantera en el Reino (Mt 21, 28-32)

En ocasiones trato de imaginarme la actitud, el gesto de Jesús en este tipo de ocasiones en las que se enfrenta dialécticamente con las autoridades religiosas de su tiempo. Digo que trato de imaginarme la actitud porque lo que no da lugar a dudas, o a la imaginación, son las palabras  claras, firmes y contundentes que emplea.
“¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?”. Todos tenemos claro lo que es correcto, lo bueno, la actitud adecuada y la que no lo es. Todos tenemos claro que pueden más los hechos que las palabras, por muy prometedoras que estas sean. Esto es lo que quiere transmitir Jesús en esta parábola, en la que les deja claro a los representantes de la religión judía que de nada sirve que alcen la voz y proclamen la rectitud moral y ética, de nada sirve que digan lo que es  correcto si en sus actos no se refleja lo que predican. Pero todo esto lo hacía, siempre, con un estilo y didáctica extraordinaria; primero captaba su atención, se los llevaba al terreno de la adivinanza y casi el juego, planteándoles parábolas que atraían y gustaban, para luego sentenciar la verdad, reprender la actitud de aquellos que necesitaban entrar en el camino de la verdadera conversión.
“Os aseguro que los publicanos y prostitutas os llevarán la delantera en el camino del Reino de Dios”. Para Dios no es tan importante la fachada, ni la impresión o apariencia que se da sino más bien lo que alberga el corazón de la persona, y los frutos y acciones que de esté salgan.
Es cierto que, quizás, las prostitutas y publicanos en tiempos de Jesús (hoy personas que sufren múltiples tipos de exclusión y son miradas con recelo por la sociedad del bienestar) no parecían gente de fiar o en la que confiar ciertas tareas, labores y responsabilidades pero quizás, estas personas, son las que tenían y tienen un sentido de la justicia más pura. Su estado de necesidad y autoconcepto como personas limitadas, les permite mirar la vida con ojos transparentes y sencillos que hacen que partan de lo básico, de la justicia esencial y universal, y no de sofisticaciones legales propias de las personas que ya tenemos lo necesario y más.
Que el gran Maestro nos enseñe a vivir desde la coherencia de que lo que digan nuestro labios lo vivan nuestras manos.

sábado, 23 de septiembre de 2017

El salario de Dios (Mt, 20, 1-16)

Una vez más Dios, Jesús, nos sorprende con su lógica, con su manera de medir y ejercer la justicia. Una vez más Dios se desvincula de los cálculos y las matemáticas humanas para enseñarnos su propia economía, la “economía divina”.
Una lógica que no radica en dar a cada uno lo que merece según sus esfuerzos sino lo que necesita, y en ejercer una bondad que no conoce límites y que asegura, no tanto el “te pago lo que has rendido”, sino la igualdad de oportunidades.
“Id también vosotros a mi viña”. Es cierto que esto nos cuesta comprenderlo y que para nuestro concepto de lo que es justo y lo que no, es duro encajarlo. Pero si Dios nos regala todo lo necesario para vivir en paz y bienestar… ¿Por qué nos ha de molestar que otros tengan también lo necesario para vivir? ¿Por qué molesta que Dios ejerza una bondad que supera todo cálculo humano? Dios no es un gestor que calcula las horas, los días y las obras para después pagar según lo rendido sino que rescata  y ayuda a cada uno cuando lo necesita y nos ofrece, a todos sus hijos, lo que necesitamos para vivir con dignidad. Si unos nos hemos sentido rescatados, mimados, por Dios antes  que otros, no debemos tener envidia ni rencor ante los que han sido llamados después y reciben los mismos beneficios que nosotros.
En la tierra de Jesús, un denario era lo que necesitaban para poder vivir durante un día, para poder tener el pan y alimento necesario para sobrevivir. El jornalero llama a trabajar en su viña y va rescatando del paro a todos aquellos que aceptan su invitación (a unos desde el alba, a otros a mediodía y otros por la tarde); lo importante no es cuando los encuentra sino la aceptación de esa invitación a trabajar en la viña del señor.
“¿Vas a tener tu envidia porque yo soy bueno?”. Los cristianos hemos estado, y aún lo estamos, asustados (quizás por la herencia recibida del judaísmo veterotestamentario más ortodoxo y las interpretaciones demasiado “humanas” de la Iglesia) pensando que Dios tiene un diario donde va anotando todas nuestras acciones y lo que hacemos o no, para luego ejercer justicia matemática sobre nosotros al final de los tiempos. Ese pensamiento o creencia nos resta libertad y alegría de vivir. Es cierto que, teniendo claro lo que Dios quiere de nosotros, hemos de ser fieles y esforzarnos en trabajar en ese campo al que hemos sido invitados, el Reino, pero quizás hemos de alejarnos de la idea de un Dios que sólo está pendiente de si pecamos  o no, porque estar obsesionados siempre con el pecado nos impide vivir en la alegría y el amor de Dios y hace que nos convirtamos en jueces de los hermanos, más de lo que creemos que pueda serlo Dios.

sábado, 16 de septiembre de 2017

La infinitud del perdón (Mt 18, 21-35)

“Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?...”. La pregunta de Pedro a Jesús es una muestra de que los humanos no estamos dispuestos, quizás preparados, para perdonar cualquier ofenda, o las veces que hagan falta, sino que marcamos nuestra paciencia y nuestros topes con un número determinado de ofensas o una acción concreta que creemos imperdonable… Para todo tenemos límites, incluso para la bondad y el actuar con desinterés.
Era conocido que los rabinos, sumos sacerdotes… (Clases altas dedicadas al Templo) tenían un número determinado de ofensas que podían perdonar, eran hasta cuatro, por tanto el número de ofensas que le marca Pedro a Jesús ya superaba la bondad establecida por el Templo. Pero Jesús no se queda ahí, Él no tiene marcas ni límites para el perdón y la misericordia. El número siete ya significaba totalidad pero va mucho más allá: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.
Los cristianos tenemos que tener un sentido divino del perdón, y el sentido divino del perdón es la infinitud, porque no hace falta ser cristiano para perdonar, de hecho hay personas que viven a nuestro lado constantemente y que, sin creer en Dios, demuestran una ética digna de reconocimiento y una actitud benévola con aquellos que les hacen mal. La diferencia de la actitud de una buena persona y la de un cristiano es que este último ha de verse reflejado en el modo de actuar de Jesús, de Cristo, a la hora de obrar. Ahí radica la dificultad de ser cristiano pero también es dónde está la grandeza de los hijos de Dios.

sábado, 9 de septiembre de 2017

La corrección fraterna (Mt, 18-15-20)

El tema de la corrección entre los hombres se presta siempre a malos entendidos. Corregir al semejante sin otro ánimo que el bien y el avance de la persona es difícil y delicado, parece como si el humano siempre tuviera algún tipo de interés en beneficio propio que hace que el amor fraterno puramente altruista se presente como un idealismo y utopía, que raramente se da en su más pura esencia.
En el evangelio de Mateo hay casi lo que viene a ser un "modus operandi" en relación a la corrección fraterna. Es preciso que si hemos sido ofendidos por otro, bien directamente o bien como miembros de la comunidad, que este lo sepa para que tenga la oportunidad de poner remedio. De la misma manera es preciso que el tema no trascienda y que quede entre las dos personas afectadas si se ha puesto remedio. Pero muchas veces no es suficiente, y, en algunos casos, es necesario que otros sepan e incluso que toda la comunidad conozca el tema.
Este pasaje viene precedido en el evangelio por otros que están estrechamente relacionados con él y entre sí, y que tienen como tema central el perdón.
Pero ¿Hay ofensas que no tienen margen para el perdón ni personal ni comunitario? ¿Fue ya una segunda oportunidad o no hubo tregua en el caso, de Ananías y Safira, que juzgó el apóstol Pedro?
La comunidad cristiana necesita del perdón mutuo, de la comprensión y de la "humillación" fraterna y entre iguales. Hemos pedido perdón públicamente ante la humanidad en varias ocasiones, en la misma plaza de San Pedro del Vaticano, abrazando la cruz y revestidos con liturgia penitente, pero creo que no sería bueno barrer la puerta de nuestra casa únicamente, teniendo el interior de la misma a falta de mucha limpieza.
Es cierto que gozamos de una Iglesia que reconoce sus culpas y se muestra misericorde, atenta y comprensiva; una Iglesia que mira al futuro con humildad, a la vez que con fuerza y con intenciones reales de ecumenismo, pero hemos de estar atentos también dentro de nuestra casa para no cometer errores que ya hemos cometido en el pasado. Nuestra cerrazón y orgullo nos llevan, a veces, a no asumir el mal provocado y por tanto a la falta de corrección.
Hay un gran riesgo que no ha traído precisamente en muchas ocasiones la unión, sino más bien dispersión, exclusivismos y grupúsculos, al leer e interpretar de forma aislada la frase "donde dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos".
¿Dos miembros de la comunidad, de la jerarquía...o dos ó más humanos sin apellidos confesionales? ¿En medio de quién está Dios? ¿A qué reuniones "va" o con qué grupo de dos ó más está de acuerdo?
Señor, danos luz para encontrarte, danos la suficiente humildad que nos permita reconocerte también en los otros y aceptarte también en medio de ellos. No permitas que nuestra sed de Verdad se confunda con exclusivismo.
 

sábado, 2 de septiembre de 2017

Ungidos para amar (Mt 16, 21-27)

“Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. Nadie ha dicho que Jesús no tuviera enfrentamientos serios y discusiones con sus discípulos, y creo que este pasaje es una de ellas. Cuando Jesús llega a llamar Satanás a su discípulo Pedro, es porque no puede tolerar, no tiene el tiempo para ello, que sigan con la idea del Mesías que tradicionalmente todo el pueblo de Israel tenía. Esa idea era la del ungido como rey o sumo sacerdote, a imagen de los que habían pasado por la historia hasta el momento.
Pero Jesús tenía que transmitir la idea de que su mesianismo era absolutamente distinto, sería un reinado en la tierra que lideraría a los pobres y oprimidos, a lo más negado y despreciado de la sociedad, el mesías sería la imagen de esa casta descastada y no de los reyes y sacerdotes que vivían intramuros.
Este era el cambio necesario del AT al NT, del judaísmo más tradicional y anquilosado al descubrimiento de un Dios que se da hasta el punto de encontrar la muerte en manos de los hombres. Pero, cuidado, esto no quiere decir que tengamos a un Dios asesino o a falta de compasión con su propio Hijo, que lo entrega hasta a muerte, sino que los hombres no supimos, ni sabemos, descubrir a Dios en lo cotidiano, lo cercano y lo más humilde y despreciado.
“Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”. Ciertamente esta afirmación parece radical y excluyente, y en cierta medida lo es pero como cualquier decisión importante en la vida que requiere posicionarse y elegir, aunque la radicalidad aquí reside en la elección y no en la connotación negativa que para nosotros tiene hoy esa palabra.
La sociedades de nuestro tiempo solo se preocupan de sí mismas, me atrevería a decir que en muchos casos incluso cuando lo revisten de acción humanitaria hacia otros. Buscamos nuestra comodidad y nuestro bienestar a tales niveles que vivimos en la sobreabundancia. Y ya no es solo eso sino que nuestros ojos y corazón se están acostumbrando a ver impasiblemente las masacres a través de una pantalla, creyendo que todo eso es ajeno a nosotros. Necesitamos descubrir a Dios en todo ello, en todas las personas que sufren por algún motivo.
Los cristianos tenemos una responsabilidad como bautizados y confirmados (esa es la nueva unción que propone Cristo y no la de los reyes de Israel); esa responsabilidad y vocación es la de detectar el sufrimiento y saber acompañar con alegría y gozo, porque hemos sido ungidos para amar. Que no caigamos en el error de Pedro al no querer descubrir a Jesús en el sufrimiento y la debilidad del mundo y que, por el contrario, como después le pasó al discípulo, sepamos proclamar a Jesús como el nuevo ungido, el Mesías, y estemos dispuestos a desgastar nuestra vida por el proyecto del Reino.