viernes, 28 de julio de 2017

Saber compartir las perlas (Mt 13, 44-52)

Es evidente que el centro de las parábolas que Mateo nos presenta es el Reino de Dios. Centro de las parábolas y también del mensaje de dicho evangelio. Mediante constantes comparaciones, Mateo quiere dar a conocer lo que es el Reino y cómo hemos de acceder a él.
“…y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel”. El Reino de Dios exige un cambio en la persona, el Reino transforma y llama a un cambio de actitud querido y aceptado. Hay que “vender” todo lo que se tiene, es decir, dejar lo viejo para acoger lo nuevo. El evangelista Mateo sabía bien que debía incidir en la idea de este cambio  en aquel tiempo en el que los judíos, que venían de la Antigua Alianza y a la que estaban aferrados, debían saber que si realmente acogían el Reino predicado y vivido por Jesús de Nazaret, habían de  abandonar las viejas costumbres, ya estériles e injustas muchas de ellas, para acogerse al nuevo tesoro encontrado; La Nueva Alianza.
“El Reino es semejante a un mercader…que anda buscando perlas finas…”. Nos pasamos toda la vida buscando incesantemente la felicidad, el momento, la persona, el lugar… y cuando parece que lo hemos encontramos tememos las decisiones que hemos de tomar y las cosas-personas que hemos de “abandonar”. Tememos cambios que “destrocen” nuestras comodidades. Si, el Reino de Dios, el verdadero Reino, es exigente. Esa exigencia es necesaria para poder gozar plenamente de los dones que ofrece, hay “historias” humanas que molestan, estorban al Reino, son incompatibles con él.
Durante siglos se ha instaurado en el mundo un reino que, en no pocas ocasiones, no ha sabido reconocer y por tanto transmitir su esencia, su horizonte, su razón de ser; Ese reino ha sido el reino de la Iglesia. No han sido pocos los siglos en los que la Iglesia a través de su reinado en esta tierra, en aras de la voluntad divina, ha ejercido su poder desde sí misma y no desde las exigencias del Reino de Dios (exigencias que también la incluyen a ella y no sólo a “los demás”). Dicho así, esto parece un ataque hacia la Iglesia, a la que tanto amo y de la que me siento parte, un ataque más como a los que estamos acostumbrados y que vienen de personas que realmente no han experimentado el gozo de saberse acogidos, queridos y miembros de una gran familia. No es tanto un ataque sino una preocupación.
 Y me preocupa, no tanto por los que nos creemos que entendemos dónde estamos y para qué estamos dentro de la comunidad cristiana, sino porque la pregunta que me martillea constantemente es si realmente estamos siendo verdaderos transmisores del Reino de Dios, el único Reino verdadero, el único que debería existir y permanecer  en esta tierra y que no sólo pertenece a hombres, ni su esencia está en ellos. Me preocupa que, con legitimidad,  ordenemos, mandemos e incluso condenemos, convencidos de estar haciendo lo correcto como hombres pero perdiendo el norte, el Reino de Dios.
Me preocupa que habiendo descubierto ese tesoro escondido en la tierra lo volvamos a enterrar para no volver a mostrarlo, porque preferimos  no compartirlo con cualquiera antes de que se pierda, porque no queremos asumir el riesgo de que lo conozcan esencialmente todas las gentes  y puedan mal-usarlo, malinterpretarlo. Porque entiendo que el Reino de Dios no es propiedad de nadie, entiendo que el Reino ha de darse a conocer.
La gente que nos mira y critica desde fuera quizás no tenga razones, o quizás lo haga de una manera bastante superficial con la mera intención de “atacar”… no lo sé, pero ¿y si ese ataque fuera hacia una iglesia que ha instaurado su reino y está más pendiente de las cosas de la tierra (de guardar bien el campo y mantenerlo) que de desenterrar el tesoro y darlo a conocer sin condiciones ni miedos?
La última parte de las parábolas, es cierto, que puede resultar dura; Esa selección entre los justos y los malos, y la expulsión de estos últimos al fuego eterno nos puede resultar casi poco evangélica pero, una vez más, hemos de situarnos en la época y el auditorio del evangelista Mateo; esa gente estaba acostumbrada a este tono apocalíptico, duro, selectivo… no sólo estaban acostumbrados sino que, me atrevería a decir,  lo demandaban a la vez que lo entendían. Hoy no creo que sea tan necesario este tono apocalíptico y selectivo entre “los justos y los malos” dentro de la Iglesia, es más, creo que este tono ha estado presente ya mucho tiempo y  es el momento de cambiarlo. A mi modo de ver las cosas, y por mi poca experiencia pero mucho amor a mi comunidad, creo que el tono ha de ser el de un Reino de bondad en el que puedan decir, tanto  los que nos juzgan con ligereza como los que no nos conocen, “mirad cómo viven y se aman esos cristianos” Hch 4.

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