viernes, 2 de junio de 2017

¡Ven Espíritu...! (Jn 20, 19-23)

Nos toca vivir la era del Espíritu, Trinidad en la persona del Espíritu Santo. Cuando nos ponemos a teologizar e intentar explicar, la mayoría de las veces sin éxito, sobre la tercera persona de la Trinidad tenemos que remitirnos al pasado y a las experiencias vividas por nuestros antepasados, reflejadas en la Escritura. Ahí encontramos multitud de expresiones que definen al Espíritu Santo (Cf CIC 692-693) así como multitud de símbolos por los que se ha mostrado a lo largo de la Historia de la Salvación: Agua, fuego, unción, nube y luz, paloma… Todo esto es muy bueno, me atrevería a decir que incluso conveniente, que los cristianos lo conozcamos. En el evangelio de Juan se nos dice que Jesús exhaló su aliento sobe los discípulos y entregó con ello el Espíritu Santo, pero en realidad ¿Qué es el Espíritu Santo y dónde y cómo se manifiesta?
Cuanto más leo la Escritura, e incluso el Catecismo de la Iglesia y otros documentos del magisterio que intentan aclarar y explicar el tema, más desconcierto encuentro ante la multitud de teorías y manifestaciones (Teofanías) del Espíritu. Lo que sí tengo claro es que, tanto en la Antigua Alianza como ya en la Nueva, el Espíritu de Dios no necesariamente se ha revelado, ni se ha hecho presente, en lugares ni a personas altamente cualificadas teológicamente hablando, ni a doctos ni entendidos, ni teóricos, ni papas… sino a pobres y rechazados profetas (hombres de oración y llenos de temor de Dios), pescadores y publicanos… Por eso hoy, en mi día a día, creo que muchas veces Dios no está donde me empeño en buscarlo, Dios no me va a hablar dónde yo quiero que lo haga, El Espíritu de Dios, Espíritu Santo, no se me revelará si no lo busco con corazón sincero y alejando de dicha búsqueda mis banalidades y erudiciones.  
Mediante la unción del rey David el Espíritu de Dios permanece junto al pueblo pero ese pueblo, con el tiempo, se convierte en uno más cuando olvida la promesa y se aleja de Dios.  Es entonces cuando nace la promesa del Reino que traerá el Espíritu mismo encarnándose en una pobre de Nazaret, María, porque los herederos de dicho Reino son precisamente los pobres en el Espíritu (Lc 1, 32-33). Hoy la Iglesia invoca al Espíritu Santo en los sacramentos, muy especialmente en la Epíclesis de la eucaristía, pero cuando miro a mi alrededor, en dicho momento, no veo a cristianos que creen y desean la presencia de Dios en dicha invocación. Me atrevería a decir que es porque, en muchos casos, no saben qué se está haciendo en ese momento, ni a quién se está invocando, lo mismo cuando el sacerdote impone la manos sobre nosotros… Que me perdonen mis lectores si da la sensación de que subestimo su conocimiento de la liturgia y la Historia de la Salvación, no es mi intención.
Creo que la Iglesia tiene la responsabilidad de seguir acercando a Dios mediante una liturgia más clara, celebrativa y participativa. Quizás así, entendiendo lo que hacemos no estemos como meros espectadores ante el gran Misterio, y sí que vivamos con intensidad la presencia real del Espíritu Santo entre nosotros. Igualmente  creo que sólo saliendo de nosotros mismos, incluso de los límites de la iglesia, podemos encontrar ese aire fresco, a veces muy intenso y desconcertante, que es presencia del Espíritu de Dios.
Le pido al Espíritu Santo que nos siga bendiciendo con sus dones: Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Piedad, Temor de Dios y Ciencia, para que podamos descubrirle y obrar según nos vaya inspirando.

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