jueves, 29 de junio de 2017

El ADN de Jesús (Mt 10, 37-42)

Nos presentamos ante uno de los pasajes del evangelio más complejos, o al menos desconcertantes, pero no debemos quedarnos en la simple lectura sin ahondar en su sentido más profundo. Parece que Jesús hace uso de la humanidad más egoísta e incluso exclusivista, haciendo peticiones aparentemente inhumanas.
En esta ocasión Jesús nos habla de la familia y nos muestra el amplio y “peculiar” concepto que tiene Él de dicha institución. Ante todo Jesús respeta a la familia y exhorta a los hijos a amar a sus progenitores y no abandonarlos pero también es cierto que para Jesús no todo es justificable, ni todo vale en la familia aunque los lazos sean de consanguinidad, todo lo contrario, para Jesús la familia tiene un sentido más amplio y rico, sin menosprecio de la familia sanguínea.
“En aquel tiempo, dijo Jesús…El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí…”. Jesús vive y habla en un contexto cultural en el que el patriarcado era vivido, en la mayoría de las ocasiones, de manera abusiva y represiva. El padre de familia lo era si demostraba que controlaba tanto a su mujer como a cada uno de sus hijos e hijas, y la justificación de todo esto la encontraban incluso en la Escritura. Cuando Jesús habla y sentencia lo que vemos en este pasaje, de alguna manera está descargando de responsabilidad a aquellos que, ante todo, entienden que el primer y último artífice de la vida no es el patriarca humano sino Dios.
Cuando se ponen todas las fuerzas y metas de la vida en las cosas de este mundo, llegando a endiosarlas y sublimarlas, se está perdiendo la humildad y la grandeza de educar a los hijos en el amor universal que nos enseña Jesús. Para Jesús no es justificable la defensa de la familia si en ella no hay nada más que intereses y aislamientos, podríamos decir incluso “mafia sanguínea” y exclusivismo interesado. Para Jesús no sirve la familia como parapeto cuando los hijos no son educados en la solidaridad y la libertad que ofrece la fe o, más universal aún, los valores del Reino.
No puede ser más actual este evangelio. Cuando en las familias, no sólo no se da la posibilidad a los hijos de conocer o tener la experiencia de Dios sino que además los mismos progenitores son un antitestimonio, es decir, no educan en los valores universales que ofrece Jesús y se centran exclusivamente en educar a pequeños para que simplemente sean competitivos, “preparándolos” para la vida que les va a tocar en la que tienen que sobrevivir por encima de los demás y en la que si no son los mejores en todo no serán nadie, no se está construyendo familias sino factorías de competitividad. Por eso Jesús nos ofrece un modelo de familia mucho más amplio que aquel modelo que se limita a compartir el ADN, para Jesús la familia es aquella que acoge las diferencias y ama por encima de todo, aquella que tiene como Padre al creador de todo y todos.
Puede que suene rotundo e incluso radical, teniendo en cuenta que el seguimiento de Jesús ha de ser radical en positivo, pero en el fondo Jesús nos está invitando a no poner nuestros intereses y horizontes de la vida en lo meramente humano, en estructuras y personas. Nos invita a transcender  y entender que las estructuras e instituciones humanas, por naturales que sean, deben estar al servicio del amor universal, del Reino que Dios quiere y que comienza en la tierra.

sábado, 24 de junio de 2017

¡No tengáis miedo! (Mt 10, 26-33)

El miedo… ese sentimiento, esa sensación, ese mecanismo a veces de defensa que nos protege y otras muchas que no nos deja avanzar. Hoy Jesús nos invita a no tener miedo.
“No tengáis miedo a los hombres porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse…”.Es fácil decirle a alguien que tiene miedo a algo que no tiene porqué tenerlo, que es algo psicológico, que no pasa nada… pero en realidad no es tan fácil. Cada uno tenemos nuestros miedos y temores en la vida, y estos condicionan dicha existencia. Pero Jesús nos habla de un miedo muy concreto, nos dice que no tengamos miedo a los hombres.
Entre los hombres nada es eterno y por eso la verdad, antes o después, siempre sale a la luz; Lo que tarde en salir no nos ha de preocupar, sólo tenemos que trabajar en paz y con la seguridad de que estamos cerca de ella y que aunque no nos acepten, nos calumnien e incluso persigan debemos estar tranquilos y confiar en el que ha puesto en nosotros esa Verdad y nos acompaña siempre, el Espíritu.
Este evangelio podemos aplicarlo tanto a nuestra vida personal como al ámbito eclesial. ¿Cuántas veces no avanzamos porque preferimos la seguridad y la comodidad de lo conseguido, de lo que ya tenemos, aunque sea pobre respecto a nuestras cualidades y posibilidades, por miedo a perderlo todo o al fracaso? En algunas ocasiones he podido escuchar a personas, ya ancianas, decir lamentándose que ojalá hubiesen hecho esto o aquello, o  no hubiesen evitado tal cosa o a tal persona… En fin, es cierto que cuando ya se ven las cosas echando la vista atrás es fácil ver lo errores que en el momento de vivirlo no vemos, pero hay cosas, valores, actitudes que sabemos a priori que son buenos, justos y que realmente nos aportarán felicidad, y esos son a los que no debemos renunciar. Esos valores y actitudes son para los que necesitamos valentía, incluso remar a contra corriente. La fe, confianza en Dios, el abandono sano y activo en Dios no podemos perderlo, no tenemos que tener miedo a confesar públicamente cuál es nuestra fe, cuál es nuestro baluarte y el Señor de nuestra vida.
En el ámbito eclesial nos invaden las cobardías y los refugios en seguridades (liturgias trasnochadas, morales que son moralinas de época pero no actitudes evangélicas, poderes y cargos efímeros…). Tenemos miedo a salir de lo que nosotros mismos hemos creado para nuestra “seguridad” y comodidad religiosa, y eso nos impide descubrir el verdadero rostro de Dios en los hermanos, en la diferencia, en lo que creemos miseria  pero en realidad es el objetivo del amor de Dios.
Quizás no podemos solos, es cierto que hace falta ser muy valientes, héroes (santos) para poder primero descubrir dónde y cuándo debemos estar y luego para saber cómo debemos actuar, pero Jesús nos lo deja claro en este evangelio: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo”.
Danos Señor la valentía de saber qué quieres de nosotros y de no renunciar a Ti por nuestros miedos.

viernes, 16 de junio de 2017

Pan que se parte y reparte (Jn 6, 51-58)

A los antiguos cristianos no se les entendió y se les persiguió, entre otras cosas, por una interpretación literal de sus palabras y textos; incluso se les acusó de antropófagos. Hoy día, no se nos entiende, incluso después de haber “explicado” nuestra fe en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, quizás por otra razón al otro extremo, el racionalista, que no deja abstraer y trascender al corazón.
En fin…el hombre parece que lleva en lo más hondo de sus entrañas la incredulidad, y que ha de poner siempre impedimentos a Dios, ya sea por literalidades, legalismos convenientes o  por las barreras que nuestra mente racional nos pone,  evitando que nos abramos al Misterio más profundo del ser.
“El que come mi carne y bebe mi sangre…” (El que participa del misterio; el misterio cristológico, el secreto mesiánico que tanto le “gusta” al evangelista  Marcos) ese, y sólo ese, alcanzará la vida eterna, encontrará el sentido de la vida, la Vida que no se queda en la materia, que no se acaba con el tiempo  sino que perdura eternamente.
Los católicos hemos sublimado este Misterio hasta sacramentarlo. La presencia real de Cristo en las especies del trigo, hecho pan, y de la vid, convertida en vino, son para nosotros Misterio pascual, son el mismo Cristo. Pero, a veces, me queda la duda de si, en el fondo, somos conscientes, lo hemos llevado al corazón, lo hemos rezado y llevado al plano de la fe, si lo CREEMOS; porque si no es así (y bastan sobrados ejemplos de “cristianos” que no participan cada domingo de dicho misterio) estamos siendo otra cosa pero no cristianos católicos, no lo somos si practicamos un sincretismo religioso hecho a medida, nuestro particular sincretismo de Cristo.
Los primeros cristianos respetaron y defendieron la comunión, la presencia real de Cristo en el pan, con su propia vida. Recuerdo alguna de las historias que me contaron en las catacumbas de Roma (concretamente la catacumba de San Calixto) en la que, por no dejar profanar el pan  eucarístico, murieron incluso niños. Si, quizás sea eso, que hay que hacerse como niños para poder llegar a creer el misterio que supera toda razón. Eso no significa profesar “la fe del carbonero”, sino, simplemente, reconocer la limitación humana ante su  Señor y Creador que puede, y de hecho así es, ser parte, hacerse presente y permanecer en la materia más cotidiana.
“El pan vivo bajado del cielo” nos deja claro que, el pan que Él nos ofrece es su carne entregada para este mundo, un pan que se reparte, un pan inagotable, hay para todos, y el que lo acepte vivirá para siempre. Porque sólo entendiendo que el pan no es de nadie, que es de todos, y que todo el mundo tiene derecho al pan, porque el pan es la vida, el alimento, sólo así alcanzaremos una vida en la Verdad.
 Los cristianos tenemos una gran responsabilidad, parte de nuestra misión, si encarnamos estas palabras en nuestras propias vidas, haciendo de ellas panes que se reparten y se dan inagotablemente, para saciar el hambre y las necesidades de nuestro mundo. Quizás sea eso lo que no llegamos a entender y por eso nos cuesta tanto, nos ha costado siempre tanto a los humanos, entender  lo que significa la presencia real de Jesús en este mundo.
“Pero ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?”. El judío de tiempos de Jesús, sólo sabe leer literalmente, nadie le ha enseñado a interpretar. Estas palabras son un verdadero escándalo para los judíos de su tiempo, incluso para sus discípulos, para aquella mentalidad tan dura como la piedra de las tablas de la ley. Pero, una vez más, Jesús nos demuestra que sus palabras son más que palabras.
Es necesario que el humano se alimente del VERBO hecho carne, que alimente su vida de la Verdad.
“El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mi, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado”. Una vez más, Jesús muestra la clave para una íntima relación con Él, y estando con Él estamos igualmente con el Padre, porque es quién le ha enviado. El misterio trinitario, sin necesidad de dogmatismos complicados y enrevesados que muchas veces hacen flaco favor por estar más llenos de letra e intentos de razonamiento que de sencillez, sale de la boca de Jesús como lo más “lógico” y sencillo, simplemente porque sale de una boca que pertenece al Hombre que lo vive como una misión a la que ha sido llamado y enviado por el Padre.
Encarnemos en nuestras propias vidas, con la cotidianidad y particularidad de las mismas, el misterio de Dios que se hace pan para después entregarse enteramente a todos.

viernes, 9 de junio de 2017

Trinidad...Dios del Amor (Jn 3, 16-18)

Entenderemos mejor este pasaje del evangelio de Juan si somos conscientes de la conversación que mantienen, justo antes de esto, Nicodemo y Jesús. Este fariseo, Nicodemo, le dice claramente a Jesús que sabe que ha venido de parte de Dios, y literalmente afirma: “Pues nadie puede hacer esos milagros que tú haces si Dios no está con él”. Sin ser consciente, está identificando a Jesús con el Padre, está reconociendo el misterio profundo de la Trinidad.
Jesús le asegura a Nicodemo que es necesario nacer de lo Alto, nacer de nuevo, renovarse, porque si esto no se hace no es posible ver el reino de Dios. Si no hay una profunda y verdadera conversión de corazón, si se sigue con los esquemas, creencias, prácticas y conceptos pasados, no es posible ni aceptar, ni descubrir, ni participar del reino. Y se lo dice precisamente a un principal de entre los fariseos. Evidentemente todos, incluidos los fariseos, veían los signos y palabras de Jesús y, en el fondo, lo admiraban aunque las formas no fueran las esperadas. Por eso Jesús les pide, antes de nada, conversión de corazón, que nazcan de nuevo. Es necesario un nuevo nacimiento espiritual para dejar nuestras ideas, y así hacer sitio en nosotros a Dios y la novedad que, cada día, nos ofrece.
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Ciertamente, el misterio de la Trinidad es eso, un misterio, y como tal queda sólo en el “conocimiento” de Dios, pero lo que si podemos entender, o más bien experimentar, de dicho misterio es que Dios trinitario significa Dios del Amor. Un Dios que no hace nada más que entregarnos, regalarnos vida, nos regala como Padre la creación, nos entrega a su Hijo y sigue entregándonos su presencia en el Espíritu Santo, haciendo que podamos descubrir a Dios en cada acontecimiento de la historia. El cristiano que entiende esto, ya está experimentando a un Dios trinitario.
 “El que cree en Él no será condenado, el que no cree ya se ha condenado”. El hombre, los hombres nos condenamos muchas veces  con nuestras actitudes, pero también con nuestras omisiones. Por eso, el que conociendo la Verdad y la Luz no se deja guiar por ellas, se está condenado a vivir en la mediocridad de guiarse y rodearse de cosas y personas que no llenan en plenitud, ni pueden ofrecer nada más allá de lo humano.
El que conociendo la Verdad reniega de ella sabe que su vida no será plena porque ya ha conocido la Verdad, porque estará escapando siempre sabiendo que puede estar mejor pero que, por comodidades menores o egoísmos completamente terrenos, está viviendo en la penumbra que crea  la Luz. Está viviendo a la sombra de la Verdad que ya conoce.
Conocemos a Jesús y el proyecto del reino, y si actuamos en contra de él estamos anteponiendo nuestros planes a Dios.
Dios no quiere el mal del mundo, no ha venido para condenar sino para dar Vida, para salvar. Por  eso Dios envía a su propio Hijo entre nosotros, entre TOD@S nosotros, en mitad del mundo. Para que por Él y solo por Él encontremos la salvación. La iglesia es un medio para la salvación, pero el único necesario e imprescindible es Jesús de Nazaret; Su Amor, reflejo del Padre,  es el camino necesario para vivir en la plenitud de la verdad.

viernes, 2 de junio de 2017

¡Ven Espíritu...! (Jn 20, 19-23)

Nos toca vivir la era del Espíritu, Trinidad en la persona del Espíritu Santo. Cuando nos ponemos a teologizar e intentar explicar, la mayoría de las veces sin éxito, sobre la tercera persona de la Trinidad tenemos que remitirnos al pasado y a las experiencias vividas por nuestros antepasados, reflejadas en la Escritura. Ahí encontramos multitud de expresiones que definen al Espíritu Santo (Cf CIC 692-693) así como multitud de símbolos por los que se ha mostrado a lo largo de la Historia de la Salvación: Agua, fuego, unción, nube y luz, paloma… Todo esto es muy bueno, me atrevería a decir que incluso conveniente, que los cristianos lo conozcamos. En el evangelio de Juan se nos dice que Jesús exhaló su aliento sobe los discípulos y entregó con ello el Espíritu Santo, pero en realidad ¿Qué es el Espíritu Santo y dónde y cómo se manifiesta?
Cuanto más leo la Escritura, e incluso el Catecismo de la Iglesia y otros documentos del magisterio que intentan aclarar y explicar el tema, más desconcierto encuentro ante la multitud de teorías y manifestaciones (Teofanías) del Espíritu. Lo que sí tengo claro es que, tanto en la Antigua Alianza como ya en la Nueva, el Espíritu de Dios no necesariamente se ha revelado, ni se ha hecho presente, en lugares ni a personas altamente cualificadas teológicamente hablando, ni a doctos ni entendidos, ni teóricos, ni papas… sino a pobres y rechazados profetas (hombres de oración y llenos de temor de Dios), pescadores y publicanos… Por eso hoy, en mi día a día, creo que muchas veces Dios no está donde me empeño en buscarlo, Dios no me va a hablar dónde yo quiero que lo haga, El Espíritu de Dios, Espíritu Santo, no se me revelará si no lo busco con corazón sincero y alejando de dicha búsqueda mis banalidades y erudiciones.  
Mediante la unción del rey David el Espíritu de Dios permanece junto al pueblo pero ese pueblo, con el tiempo, se convierte en uno más cuando olvida la promesa y se aleja de Dios.  Es entonces cuando nace la promesa del Reino que traerá el Espíritu mismo encarnándose en una pobre de Nazaret, María, porque los herederos de dicho Reino son precisamente los pobres en el Espíritu (Lc 1, 32-33). Hoy la Iglesia invoca al Espíritu Santo en los sacramentos, muy especialmente en la Epíclesis de la eucaristía, pero cuando miro a mi alrededor, en dicho momento, no veo a cristianos que creen y desean la presencia de Dios en dicha invocación. Me atrevería a decir que es porque, en muchos casos, no saben qué se está haciendo en ese momento, ni a quién se está invocando, lo mismo cuando el sacerdote impone la manos sobre nosotros… Que me perdonen mis lectores si da la sensación de que subestimo su conocimiento de la liturgia y la Historia de la Salvación, no es mi intención.
Creo que la Iglesia tiene la responsabilidad de seguir acercando a Dios mediante una liturgia más clara, celebrativa y participativa. Quizás así, entendiendo lo que hacemos no estemos como meros espectadores ante el gran Misterio, y sí que vivamos con intensidad la presencia real del Espíritu Santo entre nosotros. Igualmente  creo que sólo saliendo de nosotros mismos, incluso de los límites de la iglesia, podemos encontrar ese aire fresco, a veces muy intenso y desconcertante, que es presencia del Espíritu de Dios.
Le pido al Espíritu Santo que nos siga bendiciendo con sus dones: Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Piedad, Temor de Dios y Ciencia, para que podamos descubrirle y obrar según nos vaya inspirando.