sábado, 25 de marzo de 2017

¡Sana nuestra ceguera! (Jn 9, 1-41)

“Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?”. En la sociedad del tiempo de Jesús se creía que la enfermedad, sea cual fuere, tenía su origen en el pecado de la persona que la padecía o en el de sus progenitores. Por tanto, los enfermos sufrían un doble estigma, el del dolor físico, por un lado, y el del rechazo religioso-social de aquellos que decían seguir la fe de Moisés. Ante esta pregunta de los discípulos Jesús se muestra rotundo afirmando que la enfermedad no la manda Dios, y que no siempre hay una relación directa entre pecado y enfermedad.
“Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”. Jesús sabe que el ciego es uno de los predilectos de Dios, y así lo muestra delante de todos los presentes sanando su ceguera. Él es el único que puede mostrarnos el verdadero camino. Él es nuestra luz en este mundo, en los momentos en los que no vemos salida, lo vemos todo oscuro, sufrimos ceguera…
“Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Es curioso como Jesús, por un lado, rompe los esquemas tradiciones sanando y perdonando en sábado, y por el otro, mantiene las tradiciones mandando al ciego que se lave en la piscina a la que todos los enfermos acudían a buscar curación. Jesús no quiere romper con las tradiciones de su pueblo, ni con la ley de Moisés pero sí con la ceguera de la dañina interpretación de la Escritura que causa injusticia.
Para Jesús, ver significa vivir con la plenitud y la alegría de saberse hijos de Dios. Y la ceguera es vivir en la mediocridad, alejados de la Luz que es Dios.
“Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego pero cómo ve ahora no…”; “Ya es mayor, preguntádselo a él”. Los padres del ciego casi que lo abandonan en el momento más importante de su vida por miedo a los fariseos y los letrados, por miedo a la religión y sus castigos. Hay personas es nuestro mundo que, teniendo una vivencia y experiencia de Dios rica, luminosa y quizás poco tradicional, no se atreven a compartirla por miedo a las represalias de la dogmatica hermética que encarcela al Espíritu que se revela en cada corazón. También por miedo a la interpretación radical de aquellos que matan si no se habla del dios fundamentalista en el que ellos creen.
“Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo”. El que había estado ciego no entra en cuestiones teológicamente complicadas, ni en enrevesar con interpretaciones humanas que cuestionan las cosas de Dios, porque no es un erudito sino que habla desde su simple, y a la vez milagrosa, experiencia vital que le ha llevado al encuentro con Dios, habla de su proceso de fe. El solo sabe que antes era ciego y ahora ya no lo es, lo demás para él son minucias. A veces, nos detenemos en cuestiones que nos entretienen y desvían del verdadero encuentro con Dios en nuestra vida, nos centramos en cuestiones muy secundarias unas veces queriendo, interpretando lo que nos pide Dios por miedo a la exigencia que requiere seguirle, y otras de forma inconsciente.
“Empecatado naciste tú de los pies a la cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?”. El ciego no puede creer lo que está escuchando, no puede creer que después de haber visto lo que han visto, no crean y sigan cuestionando a Jesús porque puede más su absurda y trasnochada creencia que lo que están viendo con sus propios ojos.
Es curioso ver cómo se afirma, en este pasaje, que solo puede perdonar Dios, siendo las consecuencias de esto que mucha gente vive sin oportunidades y con el estigma de la culpa porque a los hombres les está prohibido perdonar pero, sin embargo, los hombres si pueden juzgar y decidir quién es pecador y quién no.
“¿Crees tú en el Hijo del Hombre? Él contestó: Creo Señor”. Deseamos la Luz para ver con claridad y reconocer quién es el Señor de nuestras vidas, para no caer en idolatrías pasajeras que nos alejan de lo importante, eso es Señor lo que necesitamos. ¡Tócanos con el barro que sana y otorga la Luz, que eres Tú!

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