viernes, 13 de enero de 2017

El que quita el pecado del mundo... (Jn 1, 29-34)

En el evangelio de hoy hay una clara declaración y reconocimiento de Jesús como el Mesías. Resulta difícil creer que Juan Bautista pudiera pronunciar estas palabras tan elaboradas y precisas en relación a la persona de Jesús. Es aceptable que creamos que Juan Bautista tenía claro que Jesús era aquel al que esperaban, pero no lo es tanto el que elaborara toda una cristología resumida en una frase tan potente como esta: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…”.
En esta declaración de fe se habla de Jesús como Cordero de Dios, como alguien que quita el pecado del mundo,  como el que existía antes, como Hijo de Dios y como Espíritu. Todas estas afirmaciones son más propias de una cristología bien elaborada, como de la que ya gozaba la comunidad en la que se redactó el evangelio de Juan, pero no es propia de Juan Bautista ya que, en aquel tiempo,  Jesús aún no había ni empezado su periplo de predicación.
Al identificar a Jesús con el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, se está ejerciendo un paralelismo entre el ser de Jesús como pacífico y bondadoso y la  del cordero pascual que se sacrifica para alimentar a muchos y con el que se celebra la salida de la esclavitud del pueblo hacía la libertad. Al utilizar la palabra “pecado”, colectivo, de la humanidad y no hablar de los pecados de cada hombre en particular, se nos recuerda que el pecado de los hombres es la opresión, de todo tipo, que ejercemos los unos contra los otros. Unos seres humanos restamos libertad y oprimimos a otros con nuestras acciones e incluso con nuestras omisiones. Jesús nos enseña que tenemos que sacrificarnos-esforzarnos para que ese pecado humano desaparezca de nosotros.
“He contemplado al Espíritu…Y yo lo he visto y he dado testimonio”. Sólo cuando experimentamos a Dios en nuestras vidas, en cada momento, nos sentimos envueltos por el Espíritu que no nos abandona. Ese es el momento en el que estamos preparados, es más, no podemos evitar dar testimonio de lo que sentimos y de qué manera Dios envuelve nuestro día a día. Y esto no puede ser una experiencia inicialmente colectiva o comunitaria sino que comienza siendo una experiencia de fe personal que, al compartirse con todos, se transforma en comunitaria.
La imagen, experiencia, de Dios como Espíritu es la apropiada para sentirnos Iglesia, es la propia del tiempo en el que Jesús deja su humanidad para quedarse con nosotros para siempre. Pero esta presencia del Espíritu no ha de entenderse ni reducirse a la autoridad jerárquica sin más sino que como afirma José M. Castillo: “El Espíritu se representa en forma de paloma, que, en la más bella expresión de la Biblia, representa el amor humano, el amor apasionado de un enamorado, que llama a su amada: “Paloma mía…”… Es un Espíritu de amor tan fuerte, de cariño tan apasionado, que tiene que echar mano de las más audaces metáforas del amor humano, para que lo podamos entender”.
Sencillamente, si Dios es amor la Iglesia no puede ser otra cosa que expresión de dicho amor.

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