viernes, 27 de enero de 2017

"Felices los que..." (Mt 5, 1-12)

“Al ver Jesús al gentío subió a la montaña…”. Es ya mucha gente la que sigue a Jesús. Podemos imaginarnos el ambiente alrededor de su persona si nos centramos en la palabra “gentío” (hace referencia a una gran cantidad de gente en un mismo lugar). Quizás esa fuera una de las razones por las que Jesús aprovecha para enseñarles lo que es todo un programa de su actividad y su misión, lo que solemos llamar “Bienaventuranzas”.
El relato tiene gran similitud con lo ocurrido con Moisés siglos atrás en el Sinaí. Moisés sube a la montaña para después llegar con un mensaje de parte de Dios, el decálogo; Ese ha sido y es el pacto con el  que Dios quiere afianzar la relación con su pueblo. Es pues, este relato, una renovación de la alianza de Dios con los hombres pero ahora es Dios mismo, encarnado, el que se manifiesta en forma de Palabra (sermón de la montaña) y no en forma de tablas de piedra. La montaña es el lugar donde el hombre descubre a Dios. La montaña une cielo y tierra, es el lugar elegido por Dios, muchas veces, para comunicarse con el hombre.
“Dichosos…”. La palabra “dichosos-bienaventurados” con la que Jesús comienza cada frase de su discurso quiere decir “felices”. El sermón de la montaña de Jesús se muestra como todo un programa para que el hombre alcance la felicidad, que en realidad es a lo que todos los seres humanos aspiramos. Es el camino que lleva al establecimiento del Reino de Dios en la tierra. Es chocante que Jesús afirme que serán felices los: pobres de espíritu, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos y limpios de corazón, los perseguidos por causa de la justicia y todos lo que sean perseguidos e insultados por su causa. Todo esto más que un programa para la felicidad humana parece más bien un programa para el sufrimiento y la infelicidad. Quizás la falta de análisis e interiorización de este discurso, tanto en su tiempo como en el nuestro, ha sido la causa de que muchos lo rechazaran o no lo admitieran como el Mesías esperado, ya que lo que se esperaba de dicho Mesías era fortaleza física y política, un tipo de defensa que incluía la fuerza, un Mesías que el gentío que moviera fueran ejércitos en defensa de la causa…
Pero Jesús no es un político, ni de aquel tiempo ni del nuestro, no es un  militar ni ofrece protección directa y mágica contra bombas de extremistas y violentos, ni contra las balas de los que quieren apretar un gatillo. La libertad que buscaban los judíos en tiempos de Jesús (me atrevería a decir que también hoy) no se alcanzará nunca sin antes conseguir una libertad personal, sin un liberarse de lo malo para acoger lo bueno. Lo que no se termina de descubrir es que Jesús buscaba y otorgaba la verdadera libertad, la personal, la interna, la primera que ha de conseguirse… Y esa solo podemos hacerla realidad y ofrecerla a los demás siendo “bienaventurados”.
Hoy, que surgen políticos y personas que se dicen representar a los demás por todo el mundo y que parece gustarles la separación entre los hombres y las naciones; Hoy, que hay muchos que quieren construir muros que separan en vez de puentes que unan, es más necesario que nunca el sermón de la montaña, porque con dichos muros (que es violencia enmascarada) habrá gente que tenga hambre y sed de justicia, y sean perseguidos por buscar la felicidad y la libertad.
Hoy, reclamo de nuevo una renovación de la Alianza de Dios con los hombres. Bienaventurados los que quieran renovarla…

sábado, 21 de enero de 2017

La cercanía de Dios (Mt 4, 12-23)

“Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaúm…”. Jesús se retira a un lugar nuevo (Ese lugar ya fue predicho en la Escritura por boca del profeta Isaías) para iniciar su ministerio. Ese nuevo lugar es el preludio de una nueva era, un tiempo nuevo que invita a un cambio en las actitudes y pensamientos de los hombres.
Cafarnaúm era una ciudad de paso en la que, aunque imperaba la ley de la sinagoga y la Torá, coincidían gentes de lugares muy diversos con todo lo que eso conllevaba. Era un lugar considerado por los judíos más ortodoxos como sitio de gentiles. Ese es el lugar elegido por Jesús para comenzar su vocación y la misión que el Padre le había encomendado. La Palabra de Jesús, la Palabra de Dios, no tiene fronteras y sus destinatarios no se eligen por colores, razas ni ningún tipo de condición.
“El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande”. Jesús comienza en lugares humildes y entre gentes que a priori eran tachados de paganos y gentiles. Es precisamente esta gente la que sabe descubrir, sin grandes esfuerzos, quién es Jesús y qué suponen sus palabras. Jesús se manifiesta y ellos saben descubrir a Dios en medio de sus vidas.
Es frecuente que en mi trabajo algunos jóvenes, y no tan jóvenes, me pregunten el porqué Dios en la antigüedad se manifestaba a los hombres de forma tan clara (en palabras de mis oyentes: “Dios se les aparecía”) y actualmente no vemos ni oímos a Dios, dejándonos esa sensación de abandono que invita a considerar toda la literatura bíblica como mera literatura y no como experiencia de fe real. Ante todo esto, yo me pregunto más bien el porqué en generaciones pasadas los hombres han sabido descubrir a Dios en la tormenta, en el rayo, en el diluvio (hierofanía), en las palabras de un sencillo nazareno… y hoy no sabemos descubrir a Dios en el lamento de la madre tierra, en las estadísticas escandalosas que dan a conocer ONGs y organizaciones de caridad; Me sorprendo de nuestra sordera y nuestra ceguera ante la voz de Dios clamando justicia en cualquier rincón de la tierra.
“Entonces les dijo: Seguidme y yo os haré pescadores de hombres”. Hoy, Jesús nos sigue llamando en nuestros trabajos de cada día, en nuestras rutinas y quehaceres cotidianos. Hoy nos sigue invitando a parar lo que estamos haciendo para poder hacerlo con un sentido más pleno y consciente de que nuestra tarea cotidiana es, o debe ser también, una contribución a la construcción del Reino que Él comenzó en Cafarnaúm.
Siéntete invitado/a a dejar tus redes por un momento y escucharle, para que cuando las vuelvas a coger, esas redes ya no pesquen sin más sino que sean las redes que unen, que te unen, a todos tus hermanos que saben descubrir a Dios en lo más cotidiano.

viernes, 13 de enero de 2017

El que quita el pecado del mundo... (Jn 1, 29-34)

En el evangelio de hoy hay una clara declaración y reconocimiento de Jesús como el Mesías. Resulta difícil creer que Juan Bautista pudiera pronunciar estas palabras tan elaboradas y precisas en relación a la persona de Jesús. Es aceptable que creamos que Juan Bautista tenía claro que Jesús era aquel al que esperaban, pero no lo es tanto el que elaborara toda una cristología resumida en una frase tan potente como esta: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…”.
En esta declaración de fe se habla de Jesús como Cordero de Dios, como alguien que quita el pecado del mundo,  como el que existía antes, como Hijo de Dios y como Espíritu. Todas estas afirmaciones son más propias de una cristología bien elaborada, como de la que ya gozaba la comunidad en la que se redactó el evangelio de Juan, pero no es propia de Juan Bautista ya que, en aquel tiempo,  Jesús aún no había ni empezado su periplo de predicación.
Al identificar a Jesús con el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, se está ejerciendo un paralelismo entre el ser de Jesús como pacífico y bondadoso y la  del cordero pascual que se sacrifica para alimentar a muchos y con el que se celebra la salida de la esclavitud del pueblo hacía la libertad. Al utilizar la palabra “pecado”, colectivo, de la humanidad y no hablar de los pecados de cada hombre en particular, se nos recuerda que el pecado de los hombres es la opresión, de todo tipo, que ejercemos los unos contra los otros. Unos seres humanos restamos libertad y oprimimos a otros con nuestras acciones e incluso con nuestras omisiones. Jesús nos enseña que tenemos que sacrificarnos-esforzarnos para que ese pecado humano desaparezca de nosotros.
“He contemplado al Espíritu…Y yo lo he visto y he dado testimonio”. Sólo cuando experimentamos a Dios en nuestras vidas, en cada momento, nos sentimos envueltos por el Espíritu que no nos abandona. Ese es el momento en el que estamos preparados, es más, no podemos evitar dar testimonio de lo que sentimos y de qué manera Dios envuelve nuestro día a día. Y esto no puede ser una experiencia inicialmente colectiva o comunitaria sino que comienza siendo una experiencia de fe personal que, al compartirse con todos, se transforma en comunitaria.
La imagen, experiencia, de Dios como Espíritu es la apropiada para sentirnos Iglesia, es la propia del tiempo en el que Jesús deja su humanidad para quedarse con nosotros para siempre. Pero esta presencia del Espíritu no ha de entenderse ni reducirse a la autoridad jerárquica sin más sino que como afirma José M. Castillo: “El Espíritu se representa en forma de paloma, que, en la más bella expresión de la Biblia, representa el amor humano, el amor apasionado de un enamorado, que llama a su amada: “Paloma mía…”… Es un Espíritu de amor tan fuerte, de cariño tan apasionado, que tiene que echar mano de las más audaces metáforas del amor humano, para que lo podamos entender”.
Sencillamente, si Dios es amor la Iglesia no puede ser otra cosa que expresión de dicho amor.

sábado, 7 de enero de 2017

Ven Espíritu, ven...(Mt 3, 13-17)

“Soy yo el que necesita que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. Puede resultarnos curioso que a pesar de que en episodios precedentes (Visitación de María a Isabel, anuncio del Mesías por Juan Bautista) la importancia y primacía era toda para Jesús ante la figura de Juan, ahora es Jesús el que baja al Jordán buscando a Juan para ser bautizado por él. Esto es algo que hasta al mismo Juan le sorprende, y por eso, en un principio, se niega a concederse el privilegio de bautizar al que ya antes había reconocido como Mesías.
Jesús acepta encarnarse con todas las consecuencias; Aceptar ser humano es saber cuál es el lugar de cada uno delante de los demás y de Dios mimo. Jesús ha de humillarse para luego poder ser ensalzado por méritos propios y no por títulos que le puedan ser concedidos previamente por algunos, sólo algunos, que ya lo habían reconocido. A Jesús le faltaba pasar aún por muchas etapas, muchas de ellas amargas y dolorosas, antes de ser reconocido a priori como el esperado. Si Jesús quería y buscaba un cambio en su pueblo había de cambiar antes ideas preconcebidas o quizás malinterpretadas en relación al Mesías que debía llegar, y para ello debía estar y vivir con su pueblo. Jesús quiere tomar carne humana y con ello asume alegrías pero también dolor, por eso no acepta reverencias prematuras.
“Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu Santo bajaba como una paloma y se posaba sobre él”. Juan había estado predicando un bautismo de agua previo arrepentimiento de los pecados. Jesús promete, con el bautismo, al mismo Espíritu Santo y con ello convertirnos en verdaderos hijos de Dios. También bautizándose, Jesús, se rebaja a lo más humano. El bautismo de Juan conlleva reconocer faltas y pecados (algo que Jesús no tiene) pero para él era muy importante experimentarlo y que todos vieran que por ahí empezaba un cambio.
Con nuestro bautismo cristiano estamos arropados y protegidos por la gracia del Espíritu Santo. Este mismo Espíritu ha de guiarnos y de hacernos dilucidar en cada momento cuál es nuestra misión dentro de la comunidad eclesial y dentro de la comunidad humana. No hemos de tener miedo en la Iglesia a una renovación constante según vaya guiándonos el Espíritu; Lo peor que puede pasarnos en la comunidad eclesial es quedarnos anclados en el pasado por la seguridad de lo que ha funcionado y por el miedo a equivocarnos.
Sólo podremos llegar a una transformación de la Iglesia, a una Iglesia que realmente responda a las necesidades de nuestro mundo, desde una transformación-conversión del corazón individual. Las promesas bautismales han de ser renovadas constantemente porque, aunque el Espíritu permanece en nosotros desde nuestro bautismo, nuestro compromiso puede acomodarse hasta incluso llegar a ser anti-testimonio.
Que el Espíritu recibido en el bautismo nos ayude a transformarnos para transformar nuestra comunidad en una comunidad viva, que sea verdadero testimonio en el mundo que nos ha tocado vivir. Mundo que necesita el Espíritu de Dios como la cierva busca los torrentes de agua viva.