sábado, 23 de julio de 2016

"¡Enséñanos a orar!" (Lc 11. 1-13)

Cualquier lugar es digno para la oración si esta sale de las entrañas del corazón del hombre. No hay lugar en donde no pueda hacerse presente Dios, por muy miserable que este nos pueda parecer a nosotros, porque Dios se ha hecho pequeño para ensalzarse, porque sufrió miseria para acercarse a nosotros.
“Estaba Jesús orando en cierto lugar…”. En este momento no se define el lugar en dónde Jesús se puso a orar, y en donde los discípulos le pidieron que les enseñara a ellos. Es una de las novedades de Jesús, una de las cosas que escandalizaron en su tiempo y que, aún hoy, nos cuesta entender. La oración no la hace el lugar (es cierto que nos puede ayudar un lugar que esté preparado para ello) sino la intención de aquel que quiere dirigirse a Dios-Padre con todo deseo; Porque el lugar idóneo para la oración es el corazón-interior del hombre.
A Jesús le podrían achacar en su tiempo que no utilizaba únicamente el templo para rezar, e incluso que fue poco ortodoxo con las leyes de aquel tiempo para con la oración, pero nunca podrían acusarle de no ser un hombre de oración. Jesús no esperaba a encontrar una sinagoga para orar, sino que sabía que el Padre lo escucharía en cualquier lugar, por eso en muchos pasajes de la Palabra, como este, no se define el lugar en donde se realiza dicha acción.
Seguramente sus discípulos también oraban, sus padres y los rabinos de las sinagogas locales se encargarían de enseñarles desde pequeños como era tradición. Pero esa petición a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”, denota que veían en la oración de Jesús algo diferente, y sobre todo diferentes los efectos que en Él provocaba, en relación a la que ellos habían realizado desde pequeños (oración preceptiva o repetitiva). Esa petición venía de ver cómo cuando Jesús se iba a orar volvía con una fuerza y confianza que llamaban la atención. Ellos querían saber cómo rezaba Jesús y porqué esos efectos.
“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”. Ser insistentes y perseverantes en la oración, eso les enseña Jesús a sus discípulos, y sobre todo que dicha oración salga de lo más intimo de su ser. No valen ya  las palabras que nos han enseñado otros, y que repetimos como jaculatorias piadosas. La fuerza de lo que deseamos llevada con suma humildad a nuestro Padre Dios es lo que hará que nuestra oración se convierta en vida, que la presencia de Dios se haga real y que ese diálogo que es la oración sea nuestra fuerza.
“¿Cuanto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Dios sabe de las necesidades de sus hijos, y un buen padre no olvida ni abandona a sus hijos. La entrega del Espíritu Santo no es la garantía de la prosperidad, ni la ventaja sobre nadie, ni la buena suerte, ni siquiera la garantía de la salud en momentos delicados…sino la fuerza necesaria para entender que somos creaturas de un Dios que vive con nosotros cada momento y que nos espera allá donde vayamos. Porque la oración no es una fórmula mágica que tenga remedios para cosas concretas, sino un estilo de vida del que confía en Dios plenamente y lo tiene presente en su día a día.
Por eso te pido con insistencia y confianza… ¡SEÑOR, ENSÉÑAME A ORAR!

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