viernes, 10 de junio de 2016

Ungir a Dios en los demás (Lc 7,36-8,3)

La escena que nos muestra el evangelio es, cuanto menos, curiosa y se me antoja también un tanto especial y poco frecuente. Es una escena llena de personajes antagónicos, llena de contradicciones pero a la vez de enseñanzas.
“Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él”. Si bien es cierto que no todos los fariseos eran iguales, la imagen que tenemos hoy los cristianos de ellos es negativa porque así nos lo han transmitido los relatos en los que se los nombra en los evangelios. Pero es curioso que un judío fariseo, por tanto amante de la ortodoxia, se acercara, invitara e incluso  rogara a Jesús, que tenía fama de ser un maestro poco ortodoxo, a comer a su casa y compartir su comida.
Por otro lado en casa de ese fariseo parece que entra sin más dificultades una pecadora pública, es decir una prostituta, al enterarse de que Jesús está allí y le unge los pies. Fariseo y pecadora, ambos ante Jesús tal y como son. Seguramente el fariseo no invita a comer a Jesús a su casa sin más, sino que querría saber más de su enseñanza, querría saber más de cerca quién era y qué proponía Jesús, seguro que tenía preparadas algunas preguntas sobre la ley para ver la interpretación de Jesús. Sin embargo la mujer pecadora no tiene nada preparado, simplemente se entera de que Jesús estaba allí y ve la oportunidad para acercarse a Él y mostrarse su respeto y su cariño, porque sabe que es el único que no la juzga.
“Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer…”. Al fariseo le repugna esta imagen de la mujer besando los pies de Jesús y ungiéndolos con un perfume carísimo en el momento de la comida. Es la personificación de la impureza en su casa, y eso no se lo podía permitir a si mismo porque tenía una imagen que guardar, por eso cuestiona e intenta desprestigiar a Jesús poniendo en duda su persona.
“Sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor, pero al que poco se le perdona, poco ama”. Jesús es categórico una vez más, a Dios no le importan tanto los pecados de sus hijos sino la falta de amor. A Jesús no le importaba que el fariseo tuviera “menos” pecados que la mujer, sino que valora que la mujer actúa en la vida por amor y con el corazón y el fariseo, en cambio, bajo la excusa demoledora de la ley.
La ortodoxia y el cumplimiento de no sé qué ley hacen que, sentados a la mesa en nombre de Cristo y con Cristo (en la misma eucaristía), rechacemos a hermanos por su condición o situación o porque no encajan en la “ley” de la iglesia; Tachándoles de pecadores públicos (divorciados, homosexuales, prostitutas…) y por tanto excluyéndolos del banquete, casi sintiendo vergüenza de ellos y prohibiéndoles comulgar. Quizás si Cristo tuviera que decir algo en todo esto, lo primero que haría sería preguntarnos por la medida de nuestro amor.
Es mala la religión que juzga previamente a la gente sin antes  mirarles a los ojos con cariño para decirles: “Dios te ama y yo también”.

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