jueves, 24 de marzo de 2016

Caminar con PASIÓN hacia una VIDA nueva

Que un humano sea víctima de las acciones u omisiones de otros es algo desgraciadamente (o quizás afortunadamente, según cómo se mire) común. Sabemos que nuestras palabras, acciones o falta de implicación y compromiso afectan, directa e indirectamente, a los que nos rodean. Por tanto, lo que hace que la pasión de Jesús sea un hecho impresionante, no es tanto la condena, sufrimiento y padecimiento de Jesús como humano, sino la actitud con la que afrontó dichas traiciones, mentiras y conspiraciones tanto políticas como religiosas. Fue su entrega total, su coherencia ante el proyecto del Reino de Dios, lo que hizo que transcendiera; Fue su apuesta firme y decidida, su amor universal.
Seguramente Jesús pasó desapercibido como Hijo de Dios para muchas personas en su tiempo, y también en el nuestro. Hubo muchos que no le aceptaron como Mesías. Pero lo que no pasó desapercibida fue su actitud ante la adversidad y el dolor, su apuesta por la justicia y los más desfavorecidos, y la coherencia de vida hasta el extremo.
Jesús fue víctima de la cerrazón humana y los intereses políticos y religiosos. Fue condenado por la religión, por eso Él no quiso identificar absoluta y únicamente a Dios-Padre con la religión, porque sabía de las debilidades humanas, y por tanto, de los errores de aquellos que encabezan grupos humanos, sean de la condición que sean. Jesús fue judío y actuó como tal, renovando aquello que pervertía la religión. Él caminó en este mundo guiado por la misericordia y el amor; Y es cierto que lo hizo como judío, pero también demostró que dentro de la religión no todo es perfecto (prueba de ello fue su condena) y que son necesarios los cambios.
Hoy muchas personas sufren y mueren por nuestras malas decisiones, intereses políticos e incluso por nuestro dormir religioso pasivo y burgués. La pasión de Jesús se vuelve a repetir, desgraciadamente, con bastante frecuencia. Seguimos matando en el nombre de Dios. Y hay muchas formas de matar: refugiados que huyen de su hogar porque hay alguien que no acepta que haya más hijos de Dios que ellos mismos, atentados en lugares concurridos (esta semana en Bruselas) previo grito del nombre de Dios como si fuera Él el que dirige las células terroristas, decisiones de cualquiera de las religiones que denigran a la persona y la excluyen porque no aceptamos a los hermanos…
Celebramos un año tras otro el recuerdo de la semana santa y pascua, pero me da la sensación de que lo que celebramos es simplemente eso, un recuerdo, y que no llegamos a entender lo que significa el cambio hacia una nueva humanidad, no llegamos a entender cuál es el proyecto del reino destinado para nosotros.
Por eso, hoy más que nunca, necesitamos la resurrección. Necesitamos resucitar a una vida nueva. Morir a nuestros egoísmos e intransigencias humanas y religiosas, para poner el valor de la vida donde se merece, para entender que no hay nada más importante que sentirse amado y amar, y que sólo merece la pena morir si se hace desde ese amor incondicional. Hoy, ante tanta duda y escepticismo entorno al centro de nuestra fe, necesitamos más que nunca la resurrección.

viernes, 18 de marzo de 2016

Lo difícil de ser RAMOS todo el año

El entusiasmo y admiración que despertaba Jesús, sus palabras y signos, se muestra de una manera triunfal en la explosión de euforia y reconocimiento que tradicionalmente hemos llamado como “entrada triunfal de Jesús en Jerusalén” o “Domingo de Ramos”.
El caso es que no eran raros, sino bastante habituales, tanto los episodios de euforia como de condena colectiva. La turba, la masa, el arrastre impersonalizado que a veces deshumaniza.
Muchos de los que arrancaron ramas para recibirlo en la ciudad como un rey y extendieron sus mantos, días después se esconden, le niegan e incluso llegan a aceptar su condena.
¿Miedos, intereses, deslealtades que van intrínsecas a lo humano? Sea lo que sea, el caso es que los humanos hemos actuado y actuamos muchas veces de manera impredecible. Nos metemos en la masa con facilidad cuando no nos conviene que se note lo que realmente pensamos, cuando creemos que nuestras propias decisiones pueden afectarnos sin saber el resultado de las mismas, aunque sean nuestras.  Preferimos perder nuestra personalidad, no ser nosotros, para convertirnos en algo extraño; Y con esa conversión-ocultación maligna van, a veces, traiciones y condenas a los demás  e incluso a nosotros mismos.
Los cristianos en ocasiones nos diluimos en la masa de una sociedad que no es referente, que no lucha por la justicia; En ocasiones preferimos negarnos antes que ser señalados como distintos.
El seguimiento de Cristo ha de ser incondicional. Los cristianos tenemos que tener claro que seguimos a un Jesús que, a veces, va en montura y es alabado, pero que en otras va descalzo y con una cruz a cuestas. Tenemos que asumir que, como a Cristo, puede pasarnos que en la misma ciudad y con la misma gente, podemos ser unas veces reconocidos pero muchas otras negados y rechazados, por ser quiénes somos y cómo somos, por haber elegido el reino como proyecto de vida.
Que me perdonen los simplemente apasionados de nuestra semana santa en su faceta más “popular”, pero creo que a un cristiano se nos tiene que reconocer siempre, todo el año, en cualquier ocasión y con cualquier persona que tengamos al lado. “Si sólo amáis a vuestros amigos… ¿qué mérito tenéis?” (Lc 6, 32).
Reducir nuestra vivencia de la fe a un tiempo litúrgico sólo porque seamos más afines a la forma, a la celebración de la liturgia, nos reduce, reduce nuestra fe,  a un rito. Sería como reconocer el evangelio en fascículos, un nuevo tipo de sincretismo cristiano que nos  aleja del proyecto global del reino.
Que nuestras ramas de olivo, esas que levantamos con gozo, sean aceptadas también por nosotros mismos cuando se convierten en ceniza para recordarnos lo que somos, polvo, seres perecederos que ansían  esperanzados la resurrección.

jueves, 3 de marzo de 2016

Un Padre bueno (Lc 15, 1-3.11-32)

Misericordia. Este es el tema, la actitud más bien, escogido por la Iglesia para que los cristianos católicos revisemos, entendamos y vivamos; Y esta parábola, la llamada del hijo pródigo, es una de las favoritas para acercarnos a las entrañas misericordiosas de un Padre que es bueno.
“Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús, una vez más, está puesto en el punto de mira por que se rodea y dirige a los, oficialmente, pecadores y corruptos. Jesús no actúa como se espera de un judío correcto, ni mucho menos como un maestro que de ejemplo. Sin embargo, hasta de esa situación y críticas recibidas, Jesús aprovecha el momento para dejar clara su misión y mensaje. El mensaje de un Dios que es un Padre que tiene misericordia de sus hijos y es bueno.
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. Exigimos a Dios lo que creemos que nos pertenece o nos corresponde. Él sabe que no estaremos a la altura de las circunstancias, pero sabe también que debemos equivocarnos porque, sólo así cabe la posibilidad de la rectificación y el poder volver por nuestro propio pie al camino correcto.
Nos “hacemos” con el mundo, con los otros, creemos que tenemos todo en nuestras manos (una fortuna) para poder ser felices, creemos dominar cualquier tipo de situación por nuestros propios medios. Dominamos la naturaleza a nuestro antojo sin tener en cuenta a las futuras generaciones ni las consecuencias. Vivimos en la abundancia sin prever tiempos de crisis, y sin tener en cuenta a los otros que, a causa de nuestro derroche, no tienen lo necesario.
Todas estas actitudes, antes o después, nos pasan factura porque no todo depende de nosotros, porque este mundo, la existencia del ser humano, está tan perfectamente creada que hace que necesitemos de los demás; No estamos creados para estar solos ni ser autosuficientes, y eso, a veces, no lo entendemos de todo. Por eso cuando el egoísmo se adueña de nosotros las consecuencias, tanto personales como sociales, no se hacen esperar.
“Me pondré en camino a donde está mi padre…”. Una buena dosis de humildad no nos viene mal. Hay momentos que la vida misma nos baja los humos: situaciones en las que los demás han pagado nuestros errores, la muerte de seres muy queridos… que nos hacen ver la fragilidad de lo que somos.
Dios es la eterna paciencia, bondad y  misericordia. Sabemos que no nos va a juzgar si nos arrepentimos y rectificamos de verdad aquello que se desvía del proyecto del Reino.
“En tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca…a mí nunca me has…”. La envidia y el aplicar una “justicia” desmedida, es lo que hace de nosotros seres individualistas y alejados de los demás y de Dios. Nos cuesta  aceptar los errores de los otros, pero quizás nos cueste más aún el que rectifiquen y se pongan a nuestra altura. También el hermano mayor de la parábola, los que consideremos que hacemos bien las cosas, necesita de esa dosis de humildad y debe aprender de la misericordia y acogida desmedida del Padre.