sábado, 26 de diciembre de 2015

Señor...¿Dónde te habías metido? (Lc, 2, 41-52)

No puedo negar que este pasaje del evangelio de Lucas siempre me ha llamado la atención. No tanto por la anécdota de que Jesús se “perdiera” en las fiestas de Jerusalén, ya que es algo de lo más normal y a todos, alguna vez, nos ha pasado de niños, sino más bien por la reacción que, según Lucas, tuvo Jesús al ser hallado por sus padres en medio de gente que le escuchaba. Esa respuesta rebelde de Jesús y la no reacción de José y María ante tales palabras, le dan un toque de irreal pero también de misterio a dicho acontecimiento. No entraré por tanto a analizar si dicho pasaje es histórico o es un añadido de Lucas, porque lo que quiero es centrarme en el mensaje.
“Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre…”. Dicho misterio viene alimentado también por el gran silencio que hay en los evangelios sobre la infancia de Jesús. En Lucas se pasa directamente del nacimiento a este pasaje en Jerusalén, donde además se dice la edad concreta de Jesús, doce años. Parece que José y María educan a su hijo Jesús en las costumbres del pueblo. Iban a la ciudad santa para cumplir con la ley.
“Pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén…”. Jesús creció entre los suyos como uno más, supo entender desde la raíz cómo era su pueblo y lo que necesitaba, por eso a la edad de doce años decide quedarse un poco más de tiempo en aquella ciudad que años después lo vería condenado y crucificado.
Cuando Jesús, ya en su vida pública, hablaba en el templo y sus alrededores no eran situaciones desconocidas para Él, no era un pueblo que no conociera, ni unas costumbres que le fueran novedosas, sino que lo que decía y lo que hacía lo había meditado durante años y  eran palabras y hechos que necesitaba el pueblo. Él había escuchado y se había formado con los maestros locales, y sabía que dichas doctrinas no se escapaban de lo oficial y lo establecido durante siglos, la mayoría de los maestros eran políticamente correctos y simples altavoces de la corrupción que, muchos sacerdotes, ejercían en el templo y sus sinagogas locales.
“A los tres días lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros…”. No es extraña la desesperación que pudieron mostrar José y María al no encontrar a Jesús, habían pasado tres días. No me pararé a comentar el “detalle” de encontrarlo “al tercer día…”, pero se puede imaginar que ese número no es una casualidad, sino un guiño a la tradición de la simbología numérica, con el peso que tiene en la tradición cristiana dicho número.
Tres días sin encontrarlo y, seguramente, es porque jamás hubiesen pensado que podrían encontrarlo en el templo. Unos padres que no imaginaban que en su hijo ya había un cambio, y que precisamente debía ser allí donde tenía que preanunciar que todo empezaba y terminaba en la ciudad santa. Buscaron en los lugares equivocados, seguramente los más lógicos para unos padres que se resistían a pensar que su hijo decidía por sí mismo y que había comenzado un nuevo ciclo.
Siglos después, y mirándonos a nosotros mismos, muchas veces estamos tan perdidos como José y María, porque los que estaban perdidos eran ellos no Jesús, Jesús estaba donde tenía que estar y eran sus padres los que no estaban en el sitio adecuado; En esa ocasión no buscaron a Dios en el lugar adecuado. ¿Y nosotros? ¿Dónde buscamos a Dios? ¿En qué lugares pensamos que está y se hace presente? Damos vueltas y nos quejamos de no verlo, de no descubrir su presencia pero, a pesar nuestro, Dios está en donde ha estado siempre, en donde tiene que estar. Nos perdemos buscando y dando tumbos en la vida, sin saber a veces donde ir, sin saber cuál es la voluntad de Dios para con nosotros, y no nos damos cuenta de que no hace falta dar tantas vueltas, sino que más bien hace falta que nos paremos,  nos redescubramos y veamos a Dios en el templo, en nosotros mismos que somos el templo de Dios, y allí podamos encontrarnos con Él y podamos mirarle a los ojos y decirle: ¿Señor dónde te habías metido? te he estado buscando en tantos sitios… y entonces Él nos dirá: Y ¿Por qué has buscado en esos sitios…No sabías que yo estaba dentro de ti?
Estimados lectores, permitidme deciros que creo que el templo físico sólo es morada de Dios cuando realmente entre nosotros hay fraternidad, amor sin medida y misericordia; Sólo habita Dios en templos de piedra, cuando dentro ellos hay piedras vivas que construyen el templo dónde reside realmente Dios.
Os invito a mirar con misericordia a todos nuestros hermanos, sean de la raza, religión o condición que sean, porque es la única manera en la que encontraremos a Dios allá donde está.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Confiar plenamente y compartir con alegría (Lc 1,39-45)

Hay veces en las que sientes que Dios se hace presente en tu vida de manera muy especial, pero no lo puedes compartir con todo el mundo. Sabes que hay mucha gente que no sólo no lo entendería, sino que posiblemente, consideraría que estás loco.
La alegría de María e Isabel es doble; Por un lado por esa complicidad de entendimiento mutuo, de saber que es Dios quien se está haciendo presente en sus vidas, y por otro, el sentirse escogidas por Dios en su fragilidad y humildad para algo que estaba esperando el pueblo tanto tiempo, como era la venida del mesías. Se sienten bendecidas por Dios: “Bendita tú entre las mujeres…”.
Son ellas las escogidas. Los hombres desconfían, tanto José como Zacarías, les cuesta creer que Dios se hace tan presente en sus vidas. Una vez más, Dios se manifiesta en lo más débil y vulnerable, una mujer en aquel momento de la historia y en aquel pueblo.
Por otra parte, la acogida que recibe María en casa de Isabel es muy necesaria puesto que, seguramente, María en muchos momentos se sentía sola y aturdida ante aquel proyecto que había aceptado. María necesita también de un apoyo humano, saberse entendida y acompañada, y eso lo encuentra en Isabel.
A veces sentimos que Dios nos pide que dirijamos nuestra vida hacia una misión concreta, pero tenemos miedo, es como si necesitáramos el apoyo y aprobación de los nuestros, de los que nos rodean, tener esa sensación de protección y aceptación para no sentirnos tan solos. Aunque sabemos perfectamente, que la vida de cada uno, los proyectos que se emprenden y se aceptan, la tiene que vivir cada uno. Y, en el fondo, lo que nos pasa es que nos falta confianza plena en Dios.
“Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Esa confianza plena en Dios nos hace dichosos, felices. Si creemos que Dios está de verdad en nuestra vida… si de verdad lo creemos, podremos afrontar cualquier proyecto por difícil o imposible que parezca, porque entonces sí que no estaremos solos, porque entonces si tendremos la compañía que necesitamos. Y además, ese saberse acompañado por Dios en tu vida, facilita esa felicidad del encuentro, del compartir la dicha, como hizo María cuando, sin importarle la larga distancia ni su estado, viaja para compartir y encontrarse con Isabel; Porque la alegría de Dios, la alegría de Jesús y su evangelio, no puede quedarse oculta, ha de compartirse.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Entonces...¿Qué hacemos? (Lc 3, 10-18)

“En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: Entonces ¿qué hacemos?”. Esta pregunta, hecha con cierta preocupación por la gente que escuchaba a Juan, viene después de un discurso en el que el Bautista llama “Raza de víboras” a algunos de los que esperaban para ser bautizados en el Jordán. Animándoles a que dejaran los cultos y las palabras vacías, e incluso los títulos de “raza”, como era el de “hijos de Abraham”, que muchas veces no hacía sino ensuciar el nombre del patriarca, pues no se vivía con coherencia.
En este contexto y con cierta humildad, al escuchar palabras de verdad en Juan, las gentes (cada uno desde su posición como bien dice el evangelio: el pueblo, publicanos e incluso militares) preguntaban cuál debía ser su actitud para vivir con esa coherencia que exige el nuevo mensaje, el nuevo estilo de vida que proclama Juan y que exige el seguimiento del, tan esperado, Mesías.
Juan no da, ni propone, soluciones generales. Cada persona y cada situación requieren una actitud, porque la instauración del reino de Dios no es una constitución general que se ha de acatar del mismo modo, con la misma urgencia, ni con las mismas exigencias para todos, sino que ha de ser primero un proceso personal, una elección libre y querida, desde la más absoluta sinceridad con uno mismo y para con los demás, porque sólo así se vivirá en sinceridad y coherencia con Dios. Sólo así serían dignos de llamarse “hijos de Abraham” y, en nuestro caso, dignos de llamarnos cristianos.
Lo que está claro es que, se tomen las decisiones que se tomen y desde la posición que se haga, todas ellas van encaminadas a la búsqueda de la justicia y la misericordia. Dar de comer y vestir, no extorsionar ni aprovecharse de los más débiles, son algunas de las claves que Juan da a los que les preguntan qué han de hacer. Lo importante es que nosotros nos preguntemos también qué es lo que debemos o podemos hacer para vivir con coherencia llamándonos cristianos. No hemos de actuar por acallar las críticas que, desde fuera, nos hacen, pero hemos de reconocer que muchas veces esas críticas a nuestras comunidades cristianas, a la Iglesia, llevan algo de razón cuando nos acusan de incoherentes (desde la jerarquía, por ser la cabeza visible, hasta cada cristiano que en su vida olvida que está bautizado).
“Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo…Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego…”. Juan propone actitudes que ayudarán a entender y acoger mejor el mensaje que trae Jesús, el verdadero Mesías; Juan es agua, pero Jesús es el fuego que todo lo purifica. Pero para poder purificarnos hemos de ir introduciendo estas actitudes que nos adelanta Juan. Él propone un camino de conversión, pero dicha conversión no es simplemente interior o de palabra, sino que ha de ir acompañada de actitudes hacia los demás, ha de ir acompañada de una ética. Si tenemos este camino recorrido, nos será más fácil seguir a Jesús, ser cristianos de verdad. Porque para Jesús no valen engaños, su persona, con su mensaje y su praxis, separan claramente la paja del grano.
Teniendo como espejo a Jesús, no tenemos excusas, y si optamos por ser paja lo haremos libremente, sabiendo qué hay que hacer para ser grano, para ser sus verdaderos seguidores. Porque para ser verdaderos cristianos se requiere  antes ser buenos humanos.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Enderezar lo torcido (Lc 3,1-6)

“En el año quince del reinado del emperador Tiberio…”. En este segundo domingo de Adviento, el evangelista Lucas tiene interés en que sepamos que Jesús estuvo entre nosotros realmente, que se encarnó en la historia humana; En un tiempo y con unas circunstancias concretas.
En el evangelio de Lucas parece que Jesús ha desaparecido, ya que hay un “vacío” entre su adolescencia y la vuelta a su “vida pública”, que comienza con este pasaje en el que Juan el bautista sale del desierto para predicar un bautismo de conversión por las orillas del Jordán. Por eso, es muy importante que, al igual que se hizo al comienzo del evangelio con el nacimiento de Jesús, se vuelvan a dar referencias históricas precisas, para que no perdamos el norte, para que no pensemos que Jesús ha dejado de estar, que se ha perdido en la historia.
“Vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto”. Lo curioso de todo esto es que las referencias históricas que da Lucas, son de gente importante, dirigentes, tanto políticos como religiosos; Pero Dios no se fija en ellos para anunciar y llevar a cabo su plan, sino que se fija y se traslada a una figura que vive en el desierto, apartado de la vida del lujo de palacios y templos. Es Juan el elegido, porque está en el lugar donde mejor se puede oír a Dios, el lugar del que venía el pueblo, en donde se fraguó el pueblo de Dios antes de llegar a la tierra prometida. El desierto es lugar donde no se puede vivir de lo material porque no sirve de nada, el lugar donde uno se descubre a sí mismo y, por extensión, descubre y puede dilucidar la voluntad de Dios.
“Predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”. Los judíos ya se bautizaban antes de llegar Juan, era un rito que conocían bien, el agua era utilizada para la purificación ritual y para el bautismo, pero ahora Juan le da un nuevo sentido al agua, es el agua fresca del cambio, del volver a empezar perdonando y siendo perdonado, porque si no es así no se puede recibir al que estaba por llegar.
“Preparad el camino al Señor…; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale”. Porque es necesaria una conversión de  vida y costumbres, es necesario un cambio en el sentido de las cosas que hacemos y decimos, dejando lo viejo para acoger lo nuevo. Juan nos invita a enderezar lo que en nuestra vida no está bien, a rectificar y cambiar, para acoger con coherencia y verdad.
En nuestra Iglesia últimamente modificamos los sacramentos, con toda la buena voluntad, intentando que se adapten a los tiempos y las edades (el bautismo, comunión, confirmación últimamente…). Pero el primer cambio no ha de estar tanto en el rito y su preparación, sino en la raíz que es la fe, la fe del que transmite o tendría que transmitir, en la familia. A veces nos encontramos en un desierto, dando voces sin que nadie nos escuche; Viendo como la sociedad (cristianos bautizados) cumple con el rito para después alejarse, porque en ellos no ha calado ese bautismo de conversión, sino que ha sido un bautismo social, un bautismo de simple agua pero no en Espíritu y Verdad.
Quizás también esta invitación de Juan bautista a cambiar lo torcido, sea para nuestra Iglesia doméstica, invitándonos a bautizar con gozo, pero también a mantener la fe de nuestros pequeños en su día a día.