viernes, 29 de mayo de 2015

Volver a Galilea (Mt 28, 16-20)

“Los once discípulos se fueron a Galilea…”. Después de la Pasión, la Pascua y Pentecostés, los discípulos vuelven  a sus orígenes, vuelven a Galilea, donde todo empezó.
Volver a las raíces es, muchas veces, la única manera de hacer las cosas bien, la única manera de garantizar la fidelidad al reino.
Hoy, en la Iglesia, atendemos a una desbandada de hermanos que, por diferentes razones, se alejan de la comunidad. Sean cuales sean los motivos (algo que nos atañe a todos) lo que es común es el rechazo a la que es su comunidad, la no identificación con lo que es o cómo se vive dentro de ella. Es preocupante ver como en la generalidad de nuestras iglesias, es la gente mayor la que acude domingo tras domingo. Es curioso ver cómo en la liturgia de la eucaristía, celebración clave y principal de nuestra fe, las respuestas son tímidas y mecánicas. Es triste oír sermones que, más que buenas noticias (εαγγέλιον), son regañinas y llamadas de atención a los muchos pecados de los fieles; Pero también es triste ver la falta de implicación y compromiso de los que nos llamamos bautizados.
Ya no es tiempo de lamentos veterotestamentarios, ya no es tiempo de tristezas y golpes de pecho que se quedan en el gesto pero que no solucionan nada. Es tiempo de volver a la raíz, es tiempo de encontrarse de nuevo con Jesús en Galilea, tu Galilea; Tú con Jesús, el momento en el que le descubriste, el momento en el que te enamoraste de Él, de su Buena Noticia. El gran problema es si eso nunca ha ocurrido, si no hemos descubierto personalmente a Jesús, a Dios en nuestra vida, sino que nos lo han dado, nos lo han enseñado sin más y sólo lo conocemos de oídas.
Es cierto que no hay fórmulas mágicas para solucionar este panorama, pero quizás una de las claves sea esa: “volver a Galilea”; Encontrarnos allí con Jesús. Él también nos llama, como a los discípulos, para que volvamos a sentirle en la raíz, en la pureza y la inocencia del inicio de una relación.

“Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra”. La Iglesia dice de sí misma en el Concilio Vaticano II que es: “Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu” (LG 17). Estas tres imágenes responden a nuestro origen trinitario. Dios elige al pueblo, el pueblo son sus hijos queridos. No debemos caer en el exclusivismo porque eso no hace nada más que apartar, crear “apartheids religiosas” y olvidarnos de nuestro origen divino, de nuestro ser de hijos de Dios.
Precisamente en el ejemplo de Dios Hijo, Dios encarnado, hemos de poner nuestra atención para poder ser su cuerpo en esta tierra. Teniendo a Cristo como cabeza perfecta de este cuerpo imperfecto, guiado y animado por su Espíritu que sólo puede estar en y con nosotros si nos abrimos a Él y no permanecemos cerrados. Sólo podemos ser imagen del Dios Trinitario si aceptamos en nuestra vida un Pentecostés transformador.

“Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Bautizar y aceptar el bautismo trinitario, supone aceptar la presencia de Dios en la historia de la humanidad, aceptar una Historia de salvación. Ser bautizado es una gran responsabilidad; Hoy echamos en falta más que nunca ese compromiso que requiere el ser cristiano. Ser bautizados hoy y aceptarlo de verdad y con todas sus consecuencias no es fácil, pero sólo el que se sabe lleno del Espíritu goza de sus dones y siente que la vida no es vida sin Él; Que si nos falta Él somos como fantasmas perdidos en medio de la historia humana, números efímeros en la fría y, a veces, cruel historia humana.
El cristiano que toma en serio su bautismo es el que ha asumido estas palabras: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

jueves, 21 de mayo de 2015

Del Shavout judío al encuentro con el Espíritu (Jn 20, 19-23)


Con las puertas cerradas y “llenos de temor a los judíos” (como dice el texto de San Juan) ¿Judíos que tenían miedo a otros judíos? Algo muy importante debía haber pasado para que el miedo les hiciera estar encerrados “a cal y canto” en el lugar en el que, cincuenta días antes, habían celebrado con gozo la pascua acompañados del mismo Jesús. Sí, quizás era eso, su “ausencia”, el que no estuviera allí sentado con ellos; El miedo venía de la soledad que sentían, del abandono…
¿Hay gente a nuestro lado, de los “nuestros”, que sienten miedo porque se sienten solos? ¿Hay cristianos que tienen miedo de otros cristianos? ¿Hay cristianos que se sienten obligados a vivir encerrados en sí mismos porque tienen miedo de sus hermanos? Quizás no sentimos tan cerca a Jesús como debiéramos, quizás echamos de menos el momento del cenáculo vestido de fiesta, su presencia, la presencia de Jesús que no echó a ninguno, aún sabiendo que  uno de ellos lo había traicionado y que el resto también lo harían de una forma u otra.
Pero ahí se presenta, ahí en medio de ellos, en medio de nosotros, poniendo paz “¡La paz esté con vosotros!”.
Precisamente en la fiesta de Pentecostés judío (Shavout), fiesta en la que bullía Jerusalén de gentes llegadas de todos los lugares. No es una mera casualidad; la cerrazón de las puertas y las ventanas de nuestro ser, han de ser abiertas porque fuera hay millares de gentes.
Nos interroga su presencia ¿Pero qué estáis haciendo? ¿Qué miedo es este? ¿De dónde tanta tiniebla y tanta oscuridad? ¿De dónde tanto daño? ¡Salid! porque los que están ahí necesitan de vuestro testimonio, un testimonio que no restringe humanidad, sino que acoge, acompaña, calma…
Sólo si entre nosotros estamos dispuestos a vivir así, nuestros hermanos de “fuera del cenáculo” podrán ver que proclamamos un testimonio creíble y coherente.
“Les mostró sus manos y su costado”. A veces nos cuesta reconocerlo, y sólo cuando vemos heridas reaccionamos, sólo cuando vemos nuestra falta de humanidad y daño causado reculamos, y quizás ya es demasiado tarde.
Él abre las puertas de nuestra cerrazón y nos invita y envía a proclamar la paz y la alegría sabiendo que no vamos solos, sino que su Espíritu está juntos a nosotros, junto a TOD@S nosotros.
Tampoco es casualidad que, el día en que se celebraba la Alianza del pueblo con Yahvéh, Cristo resucitado y ascendido quisiera renovar esa Alianza y darle un nuevo sentido, muy necesario en aquel tiempo y no menos en el nuestro.
Sentirse lleno del Espíritu Santo es un gozo, pero también una responsabilidad. Perdonar o retener los pecados es sólo tarea de Dios, pero si esa responsabilidad se ejerce, en la Iglesia, como Cristo quiso y les dijo a los apóstoles, sólo puede hacerse desde el convencimiento de  su presencia real. Porque perdonar o retener pecados, puede suponer perdonar o retener vidas.
¡Bendito nacimiento de la Iglesia! comunidad nacida para el bien, la paz y la alegría. Cenáculo convertido en casa de acogida, casa de puertas abiertas en donde hay una gran mesa con sitio para todos, en el que debemos estar preparados para lavar los pies al que llegue cansado del camino.

viernes, 15 de mayo de 2015

Ascender y desaparecer (Mc 16, 15-20)

Sería lo más justo comenzar diciendo que realmente el evangelio de Marcos termina en Mc, 16,8. Por tanto la Ascensión, o Glorificación como llaman otros autores, sería un añadido al evangelio.
Si bien todo esto es cierto, como también lo es el que, a veces, se ha evitado comentar dicho pasaje por su complejidad, tanto en la forma como en el fondo, también es cierto que si no es original de Mc, Lucas si lo trata en su evangelio, y que es un episodio que las primeras comunidades vivieron y nos transmitieron.
Quizás este pasaje ha sido esquivado, entendido o quizás simplemente asumido al pie de la letra, por su forma tan tajante, clara y aparentemente sin dejar lugar a interpretaciones. Pero, a veces, se nos olvida que la Sagrada Escritura tiene una tradición de siglos y distancia no sólo temporal, sino también cultural, por tanto muchas de las frases, imágenes e incluso relatos enteros pertenecen a un determinado género literario. Forma de escribir o género literario, tan conocido y familiar en la antigüedad (personaje rodeado de nubes, ascendiendo-desapareciendo y pronunciado unas últimas palabras), que hasta escritores de historia utilizaban estos relatos para hablar de ciertos personajes que tuvieron un fin o merecían tener un fin glorioso. Por tanto, a nivel literario podríamos hablar incluso de una estructura tipo. No nos deberíamos extrañar, ni nos debería defraudar, el hecho de que la Biblia esté llena de recursos como este. Lo importante es que sepamos y creamos que el género literario no resta un ápice a la verdad de fe: “Cristo fue exaltado a la gloria” (1 Tim 3,16).
“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación…”.  Es seguramente esta misión de Jesús, este envío, el único histórico como tal. Todo el relato de la Ascensión estaría al servicio de esta frase.
El tema de la ascensión es, por tanto, un tema encuadrado y perteneciente a la pascua. Ese intervalo de tiempo entre la resurrección y la glorificación, para que la comunidad clarifique y organice su misión. Los comienzos de la verdadera Iglesia.
Sólo los que testimoniemos a Jesús, al Cristo que padece pero que resucita y sigue vivo en el mundo, hemos  entendido bien la pascua y este relato, por tanto, quedarse en la literalidad sería no entender, empobrecer e incluso reducir el alcance real y la intención de los evangelistas que lo relataron. Ya que, “en el cielo de la fe no existe el tiempo, la dirección, la distancia, ni el espacio”, como afirma Leonardo Boff.
El cielo de la fe, su sentido más pleno, es que el cristiano ha de saber que para ascender, antes hay que descender; Hacerse real en este mundo, trabajar por el reino, para después desaparecer sin esperar glorias pasajeras, porque la gloria sólo pertenece a Dios. Lo que glorifica, en parte, al cristiano y la obra de Cristo, es su misión y permanencia en el mundo y en el tiempo después de dos mil años. Esa perspectiva histórica, si echamos la vista atrás, es lo que hace, si cabe, la gloria de Dios aún más grande; Porque lo importante no es ni el tiempo ni la forma, sino su presencia hoy y siempre; una causa que, si no fuera de Dios, no permanecería.

viernes, 8 de mayo de 2015

"Permaneced en mi amor" (Jn 15, 9-17)

Jesús se dirige a los suyos mediante un discurso que es más bien una despedida clara y sencilla,  precisamente porque su deseo es que, el mensaje que quiere transmitirles se recuerde siempre.
 
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; Permaneced en mi amor”. El deseo de Jesús es que quede claro que Dios ama a sus hijos, y así ha de ser también entre los hijos, entre nosotros, por eso Jesús da ejemplo. Pero eso de amar, así “sin más”, se puede quedar en una idea abstracta si no lo materializamos, si no convertimos en acción ese deseo-sentimiento; Jesús lo sabía, por eso nos da la clave para que ese amor sea efectivo.
“Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor…”. Los mandamientos son la ley natural humana, las claves básicas para que nos realicemos, tanto como personas íntegras como para que nuestro espíritu se ponga en el camino de la perfección.
“Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. La clave y centro de esos mandamientos nos la facilita Jesús: “Amar a Dios y al prójimo”.
 
Es difícil vivir bien, o al menos con libre dignidad, si no nos sentimos queridos, si el amor no es nuestro motor de vida. Es difícil querer si no nos hemos sentido queridos alguna vez; Si no sentimos a Dios como Padre, como un  amigo, sino como un juez y verdugo.
Jesús se empeña en transmitir esto a su pueblo: “Dios te ama”. Dios no quiere que le sirvas, es más, no necesita de nuestros servicios sino de nuestro amor. Porque lo que nace del amor, es siempre mucho más fuerte, duradero, auténtico y libre, que lo que nace del temor y el servilismo.
“Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer…”. Dios entrega y se entrega. Dios comparte lo que es, porque Él nos ha elegido para que su reino se ponga en práctica y demos fruto, por tanto tenemos que conocer lo que quiere de nosotros. Dios no se guarda nada, no tiene secretos; En Él no cabe el egoísmo ni el hermetismo interesado.
A lo largo de la historia humana, también en la historia del cristianismo, las normas y leyes han ido cambiando y adaptándose a los tiempos, quizás a veces no tan rápido como nos gustaría  ni de la forma más justa para todos (prueba inequívoca de la humanidad de la iglesia), pero hay una norma de vida que debe ser eterna e incorrupta, y esa es la ley del Amor. Ese precisamente es el mandamiento del Padre, de Jesús, de Dios mismo. Por eso cualquier religión, más aún la cristiana, debe esforzarse en que nada ni nadie nos rompa, nos separe, nos aleje de lo fundamental, del centro. Si desplazamos el centro hacia fuera, convirtiéndolo en algo periférico o secundario, estaríamos cayendo en un error.
 
Si nuestra fe se sustenta en el amor, nada ni nadie nos podrá separar de Dios.